La liebre ha escapado una vez más de sus acechadores; no indemne del todo, ciertamente, pero en suficiente forma para enfrentar el próximo lance. En cada giro de zigzag, la trayectoria de la liebre descubre un nuevo paisaje. En esta oportunidad, la coalición reaccionaria, que funge de oposición oficial, ha quedado en la sombra –¡nos veremos en la calle!–  y la atención de la liebre, y del público masoquista que sigue (seguimos) sus aventuras, se ha centrado en los compañeros de viaje, componentes de la vertiginosa mayoría de investidura, ese patchwork multicolor que ha elevado a la liebre en el pavés para tenerla más a tiro. Puigdemonteses y podemitas han hecho valer sus votos en el parlamento para darse publicidad. Ambos, minorías en declive –siete y cinco diputados respectivamente, pecios de un inequívoco naufragio electoral-, que necesitan hacer pagar al héroe su victoria. Ambos, expulsados de sus respectivos reinos, ya sea Cataluña o la izquierda/izquierda. Ambos, sin otra arma o argumento que la gesticulación.

Los puigdemonteses opusieron una excusa formal a la que dieron mucho bombo, referida a una regulación del derecho procesal contenida en el famoso decreto ómnibus, con el pretexto de que podía retrasar la amnistía. Al final, han conseguido que el artículo impugnado se retire aunque, según el gobierno, no cambia nada la situación anterior, y de  propina han sacado la gestión de la inmigración. ¿Y eso qué significa? A ciencia cierta nadie lo sabe pero los juntistas interpretan que Cataluña tendrá capacidad de decisión sobre los flujos migratorios. Es decir, este quiero, este no quiero; este para mí y este para Albacete o donde sea. Tiene sentido en esa especie de parodia de estado en el que viven los carlines puigdemonteses: los primeros que tendrán que aceptar la soberanía de Cataluña serán los que vienen en patera, ya que no hay manera de que la reconozcan internacionalmente los estados constituidos. En este punto (y en otros) los puigdemonteses están en la onda voxiana. También puede ocurrir que, llevados por su amor a Cataluña, les salga mal la gestión y que, igual que expulsaron a las empresas, expulsen a la mano de obra que se ocupa de los trabajos que no quieren los votantes de don Puigdemont.

A su turno, las podemitas han adoptado el papel de guardianas de las esencias, tan sutiles que es difícil aspirar su aroma. En esta ocasión, han conseguido que no saliera adelante el decreto referido al subsidio de desempleo, que lo aumentaba hasta 570 euros y creaba ayudas adicionales a parados. Hace falta mucha temeridad para bloquear una medida así desde la izquierda. El argumento podemita es ininteligible, al menos para este observador. La diputada que lo defendió debió ser consciente de su ininteligibilidad porque citó como fuente de autoridad a su hijo de cuatro años, capaz de entenderlo. El niño no estaba en el hemiciclo y lo afirmado no pudo corroborarse con su testimonio pero la diputada tiene suerte de tener un hijo tan aventajado. Se entiende mejor si se sabe que el diana de este jeribeque es la ministra doña Díaz, que, tras el rechazo de su decreto, se ha apresurado a buscar el apoyo de los sindicatos para el siguiente envite.

Pero volvamos a Nietzsche, al que ya trajimos como maître à penser o más propiamente como comodín argumental en un comentario anterior de esta bitácora ociosa. Indepes y podemitas encarnan el resentimiento que denostaba el filósofo alemán. La enfermedad del alma que corresponde a los que han sido expulsados o no han podido alcanzar la cumbre. Los primeros quisieron ganar la independencia de Cataluña; los segundos, hacerse con el poder del estado español. Son objetivos desmesurados, delirantes, a los que se lanzaron sin dedicar ni un segundo de reflexión, como si estuvieran esperando su llegada como espera la tierraprometida a Moisés. En las primeras fases de la marcha se vieron estimulados por el seguimiento de millones de paisanos, que, como los esclavos de Egipto, necesitan creer que hay un lugar donde mana la leche y la miel. Los accidentes del camino y las concesiones exigidas por la realidad no les arredraron porque una vez que se acepta la lógica de un sueño se vive en él, y a fe que tardarán en despertar.

Los puigdemonteses no pueden reconocer que deben su prometedora situación a la amnistía, una gracia que otorga el estado al que quieren partir el espinazo, y las podemitas se niegan a aceptar que han dejado de representar al vasto pueblo que las jaleó en sus comienzos. Los argumentos contra los decretos del gobierno son parodias de la soberanía catalana o del poder obrero, respectivamente. Ese aspecto paródico, insustancial, del quehacer político es lo más degradante, para quien lo pone en juego y para quien acepta jugarlo. El príncipe y el bufón cara a cara, y el primero aceptando que su autoridad depende de las chanzas del segundo.