Vivimos un tiempo bajo la égida de Nietzsche, de trasmutación de todos los valores. Bien es cierto que la sociedad no puede comportarse con la contundencia que expresaba el filósofo alemán, pero lo intentamos. Un afamado actor catalán representa torpemente esta mutación: aclamado intérprete del cine y el teatro español desde los años ochenta, tornóse en su momento independentista y ocupó un cargo durante el prusés en la diputación de Barcelona del que salió de manera borrosa por una de esas operaciones de fuego amigo que menudean en la política, y ahora ha vuelto a los escenarios de Madrid donde ha sido recibido al parecer sin pompa ni rencor. Es el eterno retorno, otra noción nietzscheana.

Los comediantes imitan a la realidad pero en este tiempo de información envolvente cualquiera puede percibir la realidad sin mediación alguna y ahí tenemos a la ministra doña Montero, andaluza de ley, como se diría en el romancero, chamarileando con los puigdemonteses para obtener su voto y prolongar unas semanas más la legislatura. Sin suerte. La andaluza transmutada en viajante de comercio catalán; los catalanes, en califa de Córdoba. El gobierno abre el maletón con el muestrario del decreto ómnibus y sus interlocutores indepes le piden que desglose el contenido en un menú de exquisiteces bien emplatadas, como la carta de Can Roca, y ya verán qué plato aprueban y cuál no. Hay diez mil millones de euros de fondos europeos en juego, pero ¿a quién le importa? Es como si Nietzsche hubiera introducido el montante de su cuenta corriente como argumento en Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro.

Pues bien, ya estamos en el futuro, acorde con la moral nietzscheana: aristócratas frente a plebeyos, diferentes frente a iguales, creadores frente a adocenados, héroes sin miedo al riesgo frente a serviles acobardados. Al fondo del escenario, en lo alto de la montaña (Montserrat, en este caso) se ve al superhombre, el pilar del espíritu nietzscheano, macizado por su propia fuerza de voluntad,  indemne a las afrentas, firme en su resolución, ágil y decidido en sus pasos de bailarín. Don Puigdemont.

Un viejo chiste de los tiempos de la hegemonía socialista cuenta que unos prebostes del gobierno andaluz van a celebrar algo a un restaurante; el que pastorea a la cuadrilla ojea distraídamente la carta, la hace a un lado con gesto cansado y reclama al maître, o si no, rodaballo. Los puigdemonteses también han pedido rodaballo: si quiere su voto, don Sánchez debe castigar a las empresas que emigraron a lugares más tranquilos cuando se les vino encima, como a todos, el tsunami procesista, entonces llamado la revolución de las sonrisas. Don Sánchez siempre puede delegar esta delicada tarea de retorno a los voxianos, que la ejecutarán de mil amores y  podemos imaginarnos cómo: toc, toc, llama el encargado de la misión a la puerta del despacho del presidente de lacaixa o de bancosabadell  y le dice amablemente, oye, catalán de mierda, ya puedes volver para tu putopueblo [prefijo intensificador], que te quieren ahí tus amigos indepes, a los que vamos a meter un puro que se van a enterar de lo que es ser ssspañol. Los voxianos y sus conmilitones europeos son los únicos que han extraído enseñanzas prácticas de la filosofía de Nietzsche.

Momento, pues, vertiginosamente nietzscheano que contiene todas sus enseñanzas y proclamas: si miras fijamente al abismo, el abismo te devuelve la mirada. Por ahora, los puigdemonteses miran al abismo con gafas de sol, como si siempre fuera verano, y han empezado a poner nerviosos a los catalanes del seny, que aconsejan el retorno a las maneras del viajante de comercio. Un catalán disfrazado de califa de Córdoba es tan grotesco como un madrileño ayusista disfrazado de rey Baltasar. Extravagancias, las justas. Pero no es fácil eludir el hechizo nietzscheano: ese momento de alada y cosquilleante euforia inmediatamente anterior al siniestro total.  Ah, por cierto, Nietzsche da mucha importancia a las máscaras, que le sirvieron para formular su doctrina. Cuidado con lo que hay debajo de tanto postureo.