La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. (Karl Marx. El 18 Brumario de Luis Bonaparte)

La repetida cita de Marx es pertinente en este país a cada giro de la historia. Cualquier intento de pasar página, aunque esté guiado por las mejores intenciones y prometa el horizonte más luminoso, se ve perturbado de inmediato por la memoria de los muertos. Ha ocurrido en la plácida campaña electoral vasca en la que la tradición de las generaciones muertas ha vuelto a la palestra por la negativa del candidato del bildu, don Pello Otxandiano, a calificar de terrorista a la organización terrorista eta. Alternativamente, ha utilizado el  manido y complaciente término de organización armada, de uso entre los que fueron partidarios de aquella banda y de sus acciones.

Sin embargo, el adjetivo armada es más inquietante y tiene una significación más ominosa que terrorista, pues este término connota cierta accidentalidad pasajera, mientras que armada revela con mayor exactitud el propósito de aquella banda: la institución en el País Vasco de un régimen político basado en la fuerza. La legitimidad que emana de la punta de la pistola. Un par de ejemplos de fácil intelección nos ayuda a entenderlo: uno) la fuerza que aplastó a la segunda república española con gran efusión de sangre fue una organización armada, o militar, a la que nadie calificaría de terrorista, aunque impartió el terror a raudales, y dos) la organización hamás, que asesinó a más de un millar de israelíes el pasado siete de octubre, es terrorista y el estado israelí, que viene asesinando desde entonces a más de treinta mil gazatíes sin que medie una declaración de guerra, es una organización armada. Seguramente, esta disquisición estaba en la mente de don Otxandiano cuando respondió al periodista, pero los políticos de la era tuiter carecen de formación retórica y contestan a preguntas simples con respuestas simples, que tienen la virtud de alborotar las emociones y, con suerte, desvanecerse de inmediato en el olvido.

El crimen de motivación política, cualquiera que sea su sesgo, tiene detrás una multitud de seguidores, que en la práctica serían personalmente incapaces de matar a una mosca. Para decirlo en llano, las organizaciones políticas, sean bandas terroristas o estados armados, matan en nombre del pueblo y este lo acepta y lo agradece, por complacencia o por miedo. Y en este punto llegamos a una observación fáctica: bildu es la enésima reencarnación de la fuerza política no mayoritaria, quizá, ya veremos qué dicen las urnas, pero sí la más cohesionada y movilizada (90% de fidelidad de voto) en este vértice meridional del golfo del Vizcaya desde hace cuarenta años, y el fin de la violencia que practicaba la banda ha mejorado su situación política. Ahora atraviesa un momento dulce, cívico, en el que se les puede exigir modales democráticos –y, en ese sentido, don Otxandiano debería pulir su argumentario- pero no que renuncien a su propia visión de la historia pasada y a sus expectativas de futuro, que muy bien podrían significar la puesta en marcha, dentro de unos años, de otro prozesua, para decirlo con una palabra traducida del catalán, porque lo seguro es que sus aspiraciones estratégicas no tienen cabida en el actual marco constitucional. Que esto vaya a ser así o no lo dirá el futuro al que estamos convocados todos.

A la crueldad e injusticia de los asesinatos políticos, sean ejecutados por terroristas o por agentes del estado armado, se suma la soledad que rodea a las víctimas, derivada de la amnesia de la sociedad que apoyó o toleró a los victimarios. Es un sentimiento de desamparo absoluto, de imposible reparación porque el mal hecho es irreversible. Aceptado lo cual debe reconocerse que en el escenario vasco, sus instituciones y la sociedad, de la que forma parte bildu, hacen serios esfuerzos de memoria, reparación y justicia, incomparablemente superiores, digamos, a los que hace el nacionalismo español con las víctimas del franquismo. Ninguna sociedad quiere volver al pasado, pero la derecha española se niega incluso a llamarlo por su nombre y dejan en manos de doña Esperanza Aguirre el relato de la historia.