Una fuerza armada provista de vehículos blindados ataca en el territorio ruso de Belgorod, junto a la frontera ucraniana. Los ucranianos dicen que los atacantes son rusos contrarios a su gobierno; los rusos afirman que son ucranianos. Días atrás, un empresario de la guerra ruso exhibía los cadáveres  de sus mercenarios muertos en combate para difamar ferozmente al mando militar porque les había dejado abandonados en la trinchera, desprovistos de munición. En condiciones regulares de guerra, semejante gesto sedicioso hubiera llevado al responsable ante un pelotón de fusilamiento; por el contrario, el jefe de los mercenarios recibió la felicitación del presidente ruso y las municiones que reclamaba para que los suyos sigan matando y muriendo.

La de Ucrania es una guerra crecientemente confusa, en la que, excepto los drones y otros artilugios bélicos de nueva generación, todo es muy viejo y consabido. El ataque de Belgorod da noticia de fronteras abiertas, en realidad inexistentes, en la interminable llanura euroasiática, y, en el otro bando, la presencia de guerreros mercenarios del Cáucaso y de Siberia nos recuerda la longitud inabarcable de la onda expansiva. El factor común, también consabido, es el sufrimiento de la población civil en ciudades y pueblos arrasados y de los soldados enterrados en el barro.

Esta parte del planeta de tierra fértil y promisoria se ha especializado en el sufrimiento, el inacabable sufrimiento eslavo. Ven y mira, como reza el título de la famosa película de Elem Klimov. Occidente quiere acabar esta guerra como si tuviera límites y aprovisiona de armas dizque convencionales a Ucrania. Business are business. A su turno, Rusia anuncia, un día sí y otro también, un holocausto nuclear. Entre la conquista de mercados y el fin del mundo hay una distancia corta y recta: herencia del siglo pasado.

Ucrania, en ruso antiguo, significa región fronteriza, y lo fue entre los imperios polaco y ruso. La ciudad occidental de Berdichev (86.000 habitantes) fue polaca y albergó una numerosa comunidad judía hasta que los alemanes la exterminaron en la segunda guerra mundial. En esta localidad nació el polaco Joseph Conrad, que sería un escritor famoso en lengua inglesa, y también el judío soviético Vasili Grossman, que escribiría en ruso Vida y destino, una de las grandes novelas del siglo XX, y aquí, en la iglesia católica romana de santa Bárbara, se casó en 1854 el francés Balzac con la princesa Ewelina Hanska. Al otro lado del país, en el extremo oriental del mapa ucraniano, en Sorochintsy, región de Poltava, nació Nikolái Gógol, uno de los padres de la literatura rusa.

Estas pinceladas de historia cultural invitan a imaginar que la guerra de Ucrania bien puede acabar en la división del país en dos partes congeladas en el gesto de mostrarse los colmillos una a la otra bajo la tutela de los respectivos imperios, según el modelo de Alemania, Vietnam y Corea, patentado en la guerra fría. Como es sabido, el primero consiguió la reunificación por dimisión de una de las partes; el segundo, después de una guerra devastadora, y el tercero, aún sigue dividido y convertido en hipotético frente de la próxima guerra mundial en el Pacífico. Pero hoy el cuento va de cosacos.

El novelista Gógol es autor de un puñado de obras maestras que han contribuido decisivamente a la acuñación del tópico que llamamos el alma rusa. Una de estas obras, publicada en 1835, es Tarás Bulba y preanuncia algunos rasgos del actual conflicto de Ucrania. La historia va de un jefe de los cosacos zapórogos, es decir, del área de Zaporiyia, localidad hoy otra vez famosa por razones urgentes y lúgubres, que tiene dos hijos a los que ha mandado a educarse a un internado de Kiev bajo la férula polaca. Uno de los hijos es maleable al modo de vida occidental, el otro es un cosaco irredento. El primero muere asesinado por mano de su propio padre tras haber desertado y pasado al bando polaco; el segundo es capturado y descuartizado en el potro en presencia de su padre, que más tarde será ejecutado en la hoguera y morirá exhortando a los suyos a gritos para que prosigan la lucha en nombre de la verdadera fe.

Los cosacos viven según sus propias normas pero son leales al zar de Moscú por su fe ortodoxa enfrentada al catolicismo de los polacos y al islamismo de los turcos. La lealtad al zar y a la tradición hizo que los cosacos fueran feroces antisemitas (en la novela perpetran una matanza de judíos) y enemigos de los bolcheviques durante la guerra civil, como puede apreciarse en alguna película de Sergéi Eisenstein, hasta que fueron asimilados por el régimen de Stalin en los relatos de Mijaíl Shólojov y en las compañías de coros y danzas que paseaba la Unión Soviética por Europa como expresión de su poder blando.

La librería Pachi de la Rochapea era la proveedora de tebeos en la infancia del escribidor. En el mísero escaparate del establecimiento exhibía una edición de quiosco de Tarás Bulba en cuya carátula se leía: El bárbaro galope de los cosacos. Parece la letrilla de una zarzuela.