El partido demócrata ha perdido el estado de Virginia frente a los republicanos, con el agravante de que el perdedor contaba con la amistad del presidente de la república, que mitineó a favor de su candidato, así que la interpretación de los resultados es fácil: a quien no quieren los votantes es al tío Joe.  En medio año, la querencia de la opinión pública ha dado un vuelco y hoy es menos de la mitad de los norteamericanos la que aprueba a su presidente. No importa el río de caudales que ha vertido sobre la economía para recuperar el pulso abatido por la pandemia. Al parecer, lo que el buen pueblo no perdona a su presidente es la derrota de la guerra afgana y la evacuación final de Kabul, tan parecida a una huida a uña de caballo. Cuando no se está en el frente de batalla, es difícil entender que toda retirada es una huida. Los militares lo saben e intentan camuflarlo con eufemismos del tipo repliegue táctico sobre la retaguardia. Pero en las guerras imperiales no hay retaguardia y cualquier retirada es un retorno a casa con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. La retirada, en este caso, no es solo para salvar la vida y los muebles sino también para borrar de la mente la insidiosa imagen del fracaso histórico.

Un autor, George Packer, ha calificado la situación como desmoronamiento. Por aquí algo sabemos de eso porque desmoronamiento es sinónimo de desastre, que fue el calificativo que recibió la derrota de Annual, la  última aventura imperial española, con las bien sabidas consecuencias domésticas. De alguna manera, aquella derrota empujó los acontecimientos hacia la guerra civil, una hipótesis que ya se maneja entre analistas estadounidenses. El desastre de Kabul no es el único factor de malestar en la metrópoli del imperio, también hay que contar con un sentimiento de debilidad o impotencia ante las agresiones de la naturaleza, llamémoslas así: la pandemia o los efectos del cambio climático. Cuando estos factores se conciertan, el bípedo implume se ve asaltado por un desasosegante sentimiento de desnudez y vulnerabilidad. Se vuelve primitivo y propenso a las bravuconadas. Una bravuconada desmedida y suicida es, por ejemplo, devastar la Amazonía, como ha hecho don Bolsonaro.

Al otro lado de estos titubeos e incertidumbres está el trumpismo, que ha venido para quedarse. Es el único referente de los republicanos que han conquistado Virginia y ya sabemos que no es una fiebre pasajera sino una peligrosa mezcla de miedo, resentimiento y brutalidad. Las democracias liberales están interpeladas por desafíos que, en alguna medida, han sido provocados por la arrogancia y el voluntarismo de las propias democracias. No debe ser una casualidad que el antaño llamado mundo libre este presidido por un anciano y que sus némesis, Rusia y China, no hayan asistido a la cumbre del clima en Glasgow. El mensaje es claro: los ausentes viven en otro planeta.