El mismo gobierno que se propuso y consiguió suprimir la asignatura de educación para la ciudadanía del currículo escolar, se propone ahora introducir en los contenidos de la enseñanza algo así como educación para la milicia. El plan incluye también un programa de relaciones públicas con la sociedad en general para dar a conocer lo que se hace en los cuarteles. No se sabe si la iniciativa gubernamental es una señal de humo electoral dirigida a la robusta extrema derecha alojada en el caladero de votos del pepé o, más en profundidad, es el primer paso para preparar a la sociedad hacia una época de guerras comerciales, crisis migratorias  y nacionalismos rampantes, que bien podría culminar con el retorno del servicio militar obligatorio, de nuevo vigente en Suecia y presente en otros países, algunos de la unión europea.

La cuestión en España es que la sociedad nunca supo qué hacer con el ejército y el ejército nunca supo qué hacer con la sociedad. Aquí nunca se ha cumplido la aspiración revolucionaria de la ciudadanía en armas, de la que brotó La Marsellesa, quizá el único himno vigente que conserva más o menos intacta la aureola de esperanza democrática y emancipadora que inspiró su composición. Aquí nos entretenemos con iniciativas musicales paródicas como la reciente martallesa. Desde el siglo dicinueve, el ejército español ha estado ausente de todas las guerras internacionales, se ha visto incapaz de defender la integridad del territorio nacional cuando ha sido necesario (invasión napoleónica) y ha dirigido su actividad bélica preferentemente contra su propia población, ya sea en guerras coloniales, que perdió ante potencias emergentes (las últimas, Cuba y Filipinas), en golpes de estado domésticos y, como traca final, provocando una guerra civil y una consecuente dictadura de cuarenta años, que aún se rubricó con el enésimo intento de golpe de estado contra la democracia del llamado veintitrés efe.

El ejército de servicio obligatorio que quedó de esa época infame fue un cuerpo estancado, militarmente inerme (Sáhara occidental), en el que la recluta forzosa no servía tanto para la defensa nacional cuanto para la defensa del régimen mediante la retención preventiva durante año y medio de los jóvenes varones en el periodo en que despertaban a la vida pública. La generación de quien esto escribe fue la última de rehenes del ejército español. Los hechos fueron tan evidentes que los gobiernos democráticos se vieron en la obligación de suprimir la mili obligatoria, no sin que la decisión estuviera precedida de una dura  lucha cívica para conseguirlo a cargo de insumisos y objetores de conciencia, que lo pagaron con cárcel. El último pingajo de aquel estado de cosas lo representaron el pasado mes de diciembre un par de descerebrados a los mandos de un carro blindado que rodaba por el patio de un recinto militar al grito de guerra contra políticos electos del sistema democrático, sin que se haya sabido de las consecuencias de esa felonía. ¿Es esto lo que quiere enseñar doña Cospedal y compañía? Aunque la pregunta pertinente es: ¿hasta qué punto no inficciona hoy el virus de militarismo a la corporación militar? La historia reciente nos depara dos pruebas de esta sospecha con cuarenta años de distancia. La primera, en los albores de la democracia el único colectivo que no se benefició de la amnistía decretada, y que incluyó terroristas con delitos de sangre y policías torturadores, fueron los militares demócratas de la uemedé. El segundo indicio se conoció días atrás y lo protagonizó un general que había hecho su carrera militar en el régimen democrático hasta el empleo de ayudante del rey y que decide culminar su trayectoria profesional como presidente de la fundación dedicada al dictador Franco. Las opiniones de este general no son muy diferentes de las que exhibían los descerebrados desde la torreta del tanque, y a un general no se le puede calificar de descerebrado.

Entre las razones por las que debemos sentirnos agradecidos al ahora denostado régimen del setenta y ocho, no es la menos importante la ausencia del ejército de la vida pública. En este periodo democrático, los militares sufrieron el acoso criminal del terrorismo y algunos episodios lesivos de mal gobierno, como el que provocó el accidente de un transporte aéreo en Turquía, sin que por ello hicieran notar su presencia corporativa.  Si este, o cualquier otro gobierno, quiere recoser las relaciones del ejército y la sociedad, deberá tener en cuenta todos los hilos y comprender que nada se resuelve con una visita turística a un cuartel o a un museo militar ni con una charla en la escuela primaria para contar a la chavalería aventuras  a la manera como hacían los curas de nuestra infancia para reclutar candidatos a las misiones. El ejército está rodeado de una sociedad pacifista y, para justificar su plan, el gobierno habrá que hacer un esfuerzo de razonamiento que, por lo demás, no ha hecho tampoco  en ningún otro ámbito de su política.