No deja de ser significativo el uso y abuso de la palabra relato en el ámbito político, donde en otro tiempo se hubieran utilizado términos más unívocos, como discurso, testimonio, prédica o soflama, entre otros. Todos estos sinónimos de relato tienen una característica: su connotación se atiene a su circunstancia. Cuando oímos alguno de esos términos comprendemos de inmediato sus límites de tiempo y lugar, quién, cómo, dónde y para que se pronuncian. El relato, por el contrario, connota intemporalidad, universalidad y, sobre todo, una imperceptible línea divisoria entre la realidad histórica y la ficción épica. El relato es una leyenda de carácter funcional que no quiere reconocerse como tal. Lo que se espera del relato es que cree mundos imaginarios, avive las emociones y, por último, mueva a la acción. Para que esta maquinaria argumental funcione es necesaria una cierta receptividad y conectividad previa en el público al que se dirige y para la que está diseñada. Así, el relato independentista de Cataluña resultaba indiferente para quienes no se sentían concernidos por su contenido; desde fuera se advertía su debilidad para alcanzar los objetivos que pregonaba y su progresivo enrocamiento que le conducía a la inmovilidad y a la derrota. Sin embargo, en su ámbito natural avanzaba como un imaginario ejército libertador que, eso sí, a medida que se aproximaba hacía más evidente el estropicio que causaba a su paso. En total ausencia de violencia, el prusés, además de cansino y delirante, parecía inocuo como un juego de mesa del que la otra parte estaba desentendida. En esta partida de ajedrez de un jugador contra una máquina hemos pasado meses interminables y, cuando ya parecía que el juego se había resuelto en una solución sencilla, razonable e indolora, llegamos a una casilla (o pantalla, como se dice ahora) inesperada: la cárcel.

La prisión incondicional, repentina, implacable, por delitos –rebelión y sedición- que resultan inalcanzables para la imaginación del común ha convertido el prusés en un relato carcelario, que, este sí, resuena en la memoria histórica y nos alude a todos. Dos millones y pico de catalanes que no han roto un plato han pasado a la condición de presuntos delincuentes y todos los demás hemos entendido que vivimos en un país de carceleros y encarcelados, una pesadilla histórica a la que los más viejos del lugar creíamos que no volveríamos nunca más. ¿De qué otro modo que como delitos políticos se pueden calificar la rebelión y la sedición de los que acusan a don Puigdemont y compañía? Y en consecuencia, ¿cómo evitar que los acusados por estos delitos sean considerados presos políticos? Si un duque espera en la tranquilidad de su refugio suizo la resolución de su condena por delitos cuya realidad está acreditada, ¿era necesario cargar de grilletes y mandar a prisión incondicional antes de juicio a un puñado de plebeyos, elegidos democráticamente en su pueblo, por un delito improbable?  La solución que parecía la convocatora de elecciones ha quedado hecha trizas, quién sabe si con la complacencia de don Rajoy. El fiscal don Maza se ha vindicado a sí mismo y ha mudado de réprobo a inquisidor general, nuevo torquemada que oculta en su celo las manchas de su pasado. Una historia vieja y atroz. Un relato carcelario.