Crónica ginebrina 2

El país es un espejismo del paraíso y quienes pueden pagárselo lo adoptan como residencia geriátrica en la esperanza de que acogerá también su inmortalidad. Suiza recibe generosamente a tres tipos de refugiados, los que van  a esquiar, los que acuden para poner el dinero a buen recaudo y los que, más modestamente, solo aspiran a morirse. Uno de los vecinos más ilustres de Ginebra es Jorge Luis Borges, cuya memoria reposa en un coqueto cementerio en el centro de la ciudad al que peregrinamos todos los letraheridos hispanos e hispanistas. El camposanto es en realidad un parque urbano con bancos para los paseantes en el que las lápidas emergen aquí y allá entre los árboles, discretamente solemnes y distantes unas de otras para dar espacio a la irradiación de la fama que emerge de los agujeros tapizados de césped y plantas ornamentales. Es un cementerio de respeto en el que los selectos enterramientos exigen la autorización del consistorio municipal. Borges se trabajó el honor de este destino final dedicando a la ciudad versos lisonjeros e ínfimos que pueden leerse como un eslogan turístico en el muro de la que fue su última residencia, en la parte noble de la ciudad y que reza así (en francés): De todas las ciudades del mundo, /  de todas las patrias íntimas / que un hombre intenta merecer / en el curso de sus viajes, / Ginebra me parece la más propicia a la felicidad. El poemilla se entiende mejor que el epitafio de su tumba escrito en lo que mis guías identificaron como islandés, la postrera lengua en la que se manejó el escritor porteño para desentrañar las sagas del vikingo, que él escribía viking. Ahí estás, improbable Borges, autor de la mejor literatura escrita nunca en castellano, expatriado en el laberinto de las palabras y en la vecindad -apenas unos pasos separan las dos tumbas- de una dama de nombre Griselidis Real (1929-2005) que dice de sí misma en la tarja sellada a la lápida: ecrivain, peintre, prostituée, y ante la que un admirador o admiradora ha plantado una enhiesta rosa. Un fino toque de humor carnal que, casto Borges, te acompañará al olvido.

El argentino no es el único ilustre difunto que espera la visita del turista. En el mismo jardín reposan Robert Musil y Dennis de Rougemont, pero hay más en otros cementerios. Mientras se viaja por la autopista a través de pueblos idílicos adosados al lago, el guía avisado anuncia, aquí está Richard Burton, aquí, Autrey Hepburn, y podemos visitar luego a Nabokov, así, sin nombre de pila, pour connaisseurs… El viaje se convierte en una peregrinación a la ruinas de nuestra infancia y juventud, en la que los héroes que la hicieron dichosa nos esperan bajo tierra. Nos detenemos en el museo de Charles Chaplin donde, en una primorosa instalación temática, se proyectan fragmentos de sus películas que nos devuelven la risa. Cuando salimos, el día se ha extinguido. No va a darnos tiempo para visitar a Nabokov, comenta el guía. Bueno, piensa el turista, otra vez será, tampoco tengo nada urgente que decirle.