Adquiero en una librería de lance el escueto volumen de las leyendas nórdicas de Snorri Sturluson (Ed. Alianza, 1984), traducido y prologado por Jorge Luis Borges y María Kodama. Recuerdo haber leído que Borges aprendió en su vejez el sajón antiguo para acceder a estos textos en la lengua original. Pero no es esta proeza intelectual, que me maravilló cuando tuve noticia de ella, la razón de que adquiriera ahora el librito. Tampoco me interesa la lírica arcaica islandesa, como no me interesó la vez o las dos veces anteriores en que he comprado el mismo libro del que aún debe dormir un ejemplar en algún remoto anaquel de la biblioteca de casa. Una vez más, pues, no leeré esta leyenda nórdica y quizás tampoco el prólogo de Borges y Kodama. Lo que hace irresistible la atracción de este libro es el nombre del autor: Snorri Sturluson, cuya musicalidad parece emancipada del sujeto histórico al que nombra para evocar un estado de naturaleza: mares de color plomo, altos prados verdes sobre acantilados sumidos en la niebla, bahías recónditas, susurro de remos en el agua… Hay un cierto número de nombres propios que la memoria roba a sus legítimos propietarios para utilizarlos como clave de acceso a mundos ignotos y de los que, por lo demás, nada en especial queremos saber. El roce dulzón de fricativas y oclusivas en Abdelaziz Buteflika; la seca trepidación de Uro Kekkonen, como pisadas en la nieve del absorto bosque boreal; el viento que peina la hierba en las consonantes nasales de Manès Sperber, son incitaciones sonoras a desconocer al personaje al que nombran, que jamás será tan grande y tan evocador como el breve encuentro feliz de consonantes y vocales que forma su nombre. La fonación articulada fue una dura conquista evolutiva de la humanidad, y el esfuerzo de la especie aún se advierte en la gran cantidad de sonidos abruptos, cacofónicos, que anidan en el lenguaje. La mayoría de los nombres propios son meramente funcionales, un trámite de registro civil, pero unos pocos son sin duda fruto de un enamoramiento fonético, una melodía que surge de la sima del habla. Debe ser muy duro convivir con un nombre tan eufónico, llevar la poesía en el carné de identidad, estar acompañado de un epitafio memorable desde el momento mismo en que llegas al mundo. El cristianismo, que en su colonización de la realidad se apoderó también de la onomástica, dio a los nombres un valor vicario, una suerte de salvoconducto nominativo para encarrilar al neófito hacia la salvación de su alma, así que los nombres en nuestro entorno cultural son repetidos, monótonos, despojados de resonancias poéticas. Tampoco el descreimiento de las sociedades postindustriales y la consiguiente liberalidad en la elección de nombres étnicos, ideológicos o meramente ocurrentes, ha satisfecho esta carencia. Vivimos exiliados de mundos de los que tenemos noticia por el nombre de los viajeros que llegan a nuestra puerta. Quizás, después de todo, sea ocasión de descubrir lo que cuenta Snorri Sturluson en una lengua insospechada para él, como anota Borges.