Hannah Arendt tuvo ocasión de observar durante horas y días a Adolf Eichmann a través del cristal blindado de la cabina que ocupaba en el sala del juicio al que fue sometido en Jerusalén y vio en él un hombre corriente, pulido y atento, puntilloso en sus respuestas a las acusaciones del tribunal, de escaso vocabulario y mentalidad colonizada por los tópicos argumentales que le habían convertido en uno de los mayores criminales de la historia, incapaz de entender las razones que le habían llevado al banquillo pero cuya lógica procesal sin embargo aceptaba, y de estas observaciones la pensadora alemana extrajo la noción de la banalidad del mal, largamente discutida después y sujeta a equívocos pues no se refiere a que los efectos del mal sean banales sino que lo es el humus en el que el mal se engendra, típico del nacionalismo y del estado moderno: una mezcla de resentimiento y supremacismo, voluntad de poder y organización militarista, y una sociedad pasiva pero aquiescente, absorta en sus labores y abducida por esta ideología o sometida por el miedo, que apoya la causa de la barbarie mientras sigue en su vida privada desentendiéndose de sus efectos.

Es imposible no pensar en la banalidad del mal ante la ya famosa entrevista de Jordi Évole al dirigente etarra Josu Urrutikoetxea (a) Josu Ternera. Si el espectador del documental vence la repulsión que le produce el personaje en algunos momentos y el tedio que a menudo le asalta en otros, y adopta una actitud zen ante lo que está viendo y oyendo, descubre no sin asombro la similitud de los dos personajes, Eichmann y Ternera, no por la naturaleza de sus crímenes ni por las circunstancias históricas en que cada uno se desenvolvió sino por un aire familiar en ambos caracteres, según los conocemos por esta entrevista y por la documentación publicada de los interrogatorios del genocida nazi.

Los dos personajes sirvieron a una causa a la vez criminal y suicida, están apresados en un marco mental que les impide reconocer el efecto de sus acciones, su discurso es rígido y pobre, niegan que personalmente hayan matado a nadie y declaran un rechazo abstracto al asesinato, se esfuerzan en aclarar el cargo que ocuparon en la organización criminal a la que han pertenecido por las responsabilidades derivadas que puedan imputárseles, hacen distingos bizantinos entre su actividad y la violencia provocada por otros (Ternera se muestra contrario al terrorismo islámico igual que los nazis se sentían horrorizados porque sus aliados fascistas croatas y rumanos mataban a los judíos a hachazos) y, en último extremo, ambos atribuyen sus acciones a una autoridad superior e incognoscible, que en Eichmann era el diktat del Führer y en el caso de Ternera es el análisis político que hace la Organización, un ente que en su boca adquiere dimensiones míticas pero que básicamente sirve para eludir responsabilidades. En resumen, ambos están atrapados por una ideología hipertrofiada que oculta un nihilismo aterrador. ¿En qué cree usted?, pregunta Évole a Ternera, quien ha sido criado en la rutinaria y aplaciente fe católica de su tierra. El interrogado duda, busca una respuesta, mira por la ventana como si lo pensara por primera vez y vagamente responde, creo en lo que veo alrededor, la naturaleza, el ser humano… Es decir, en nada.

El esquema de las entrevistas de Jordi Évole es un dueto formado por un chaval de barrio, arriscado, bien informado y un punto insolente, que se enfrenta a un figurón para apearle del plinto y enfrentarle a sus propias palabras y acciones con el fin de acercarle a la moral de la gente del común. El formato no funciona, la información que se extrae es escasa y la deconstrucción del personaje resulta muy improbable. El intento de Évole de despertar en su entrevistado alguna empatía hacia las víctimas o alguna forma identificable de arrepentimiento fue inútil; lo más que consiguió fue que Ternera hable de una mochila que llevará a la espalda hasta que el fin de sus días. Una mochila, que se llena y se vacía de cachivaches a voluntad, ¿hay algo más banal para definir la conciencia? Los griegos clásicos ya sabían que detrás de la máscara de los individuos no hay nada: un vacío siniestro y deprimente. Ternera, al que le molesta ser conocido por este mote que le pusieron los suyos, es un viejo ya amortizado para la vida activa pero mantiene intacta la justificación de su ejecutoria por si algún joven, algún día, entiende que debe tomar el relevo.

Pero aún hubo más coincidencias entre el genocida nazi y el terrorista vasco. Dos son particularmente relevantes. Ambos se prestan voluntariamente al interrogatorio porque sienten que su propia versión debe ser oída para conocer la verdad. Ternera lo dice así explícitamente al comienzo de la entrevista y Eichmann fue muy prolijo sobre su vida, sus intenciones y sus pensamientos ante los interrogadores israelíes. Quizá sea el único rasgo de humanidad mostrado por ambos, quieren de esta forma volver a la comunión con sus semejantes a través del único atributo específicamente humano en el reino animal: el diálogo, que siempre negaron a sus víctimas.

La segunda coincidencia se refiere a su sentido de la orientación histórica y no carece de comicidad. La últimas palabras de Eichmann fueron ¡Viva Alemania!, que en aquel momento era un país destruido, partido en dos y amputado en grandes partes de su territorio a favor de los estados vecinos. A su turno, Urrutikoetxea se niega a admitir que la entrevista se celebra en Francia (San Juan de Luz o Donibane Lohizune) porque él vive en el estado imaginario de Euskal Herria. Ambos quieren que se les reconozcan sus sueños, que no son sino una maldita pesadilla.