Hay una desafiante afirmación de míster Trump que se tiende a obviar porque supera cualquier previsión de la razón democrática y prefigura la guerra civil. Data de enero de 2016 y dice así: podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y no perdería votos. Es decir, podría dirigir una partida de asesinos y saqueadores y la plebe aceptaría mi lógica. Hoy ya sabemos, quien quiera saberlo, que el candidato republicano a repetir mandato en la presidencia de Estados Unidos está en política para defender sus intereses económicos particulares sin cuidado alguno de las consecuencias que pudiera traer para el común de la sociedad, sea la estadounidense o la del resto del planeta. La ciudadanía del país que representa a la democracia liberal está en un tris de entronizar al mando, otra vez, a un déspota caprichoso y egoísta como un niño mal criado.

¿En qué momento un régimen liberal trasciende los límites de su propio ordenamiento jurídico y degenera en autoritario?  Una respuesta breve sería, cuando el estado está rebasado por el poder de los mercados y las clases medias que han de dirigirlo no ven satisfechas sus aspiraciones de riqueza y bienestar. Trump, enriquecido en un sector anticuado y especulativo como el inmobiliario, no puede soñar en alcanzar la cumbre en la que habitan Bill Gates o Elon Musk, de modo que utiliza los instrumentos que estos inventan para hacerse con una opinión pública embrutecida -¡que te vote Txapote!- por el malestar, la confusión y la desesperanza, del mismo modo que los fascistas de un siglo atrás utilizaron la industria puntera de sus países para alcanzar el gobierno y consolidarse en el poder. Putin está en la misma tesitura, pero él ha llegado antes al objetivo porque no ha necesitado combatir contra una tradición liberal estructurada, que no existe en Rusia.

En Europa, el avance del trumpismo encuentra dificultades porque la cultura política, basada en el ordoliberalismo y necesitada del estado para su funcionamiento, tiene raíces históricas muy profundas y, además, una parte mayoritaria de la opinión pública identifica el trumpismo como una reencarnación del viejo fascismo al que hay que detener a toda costa. Eso hace que los trumpistas europeos, que han aprendido las tácticas en el manual de Steve Bannon, se muestren torpes e ineficientes al aplicarlo en un sistema electoral e institucional muy diferente al norteamericano, como ilustra el caso de don Abascal y compañía. El trumpismo nace de la derecha, pero no debe separarse de su matriz y presentarse como una alternativa a esta. El trumpismo que medra es el que fagocita a la derecha desde sus mismas entrañas, como el bicho de la película Alien.  Y en este punto de la argumentación llegamos a la virreina de Madrid, doña Isabel Díaz Ayuso.

Doña Ayuso es la cabeza giratoria de la tuneladora trumpista en España. En términos mecánicos, tiene detrás la poderosa máquina electoral de su partido, del que no se separa porque es el basamento de su fuerza. En lo personal, representa nítidamente a la clase media que aspira a enriquecerse en un mercado desregulado -¿y qué mayor desregulación que un mercado de mascarillas sanitarias en la fervorina de una pandemia?- para lo cual ha renombrado como colaboración público-privada la doctrina que justifica la transferencia de recursos públicos a las empresas privadas. En lo político, defiende una causa imbatible: salvar el estatus y la riqueza alcanzados por ella y su familia, en la medida que representan a la gente que madruga; doña Ayuso no pertenece a la oligarquía financiera del país, como don Rodrigo Rato, un conservador clásico, y no puede permitirse el lujo de desafiar a los jueces que la juzgarían por sus presuntos pufos financieros. Por último, la presidenta tiene una cualidad imprescindible en un demagogo: arrojo y desenfado para la puesta en escena, a la que imprime el toque guiñolesco característico de los fascismos, capaz de despertar de inmediato adhesiones masivas y rechazos minoritarios porque las sociedades liberales, siempre pendientes de los movimientos de la izquierda, tienen una dificultad congénita para identificar los peligros que les vienen de la derecha. Veamos un ejemplo práctico.

Después del consenso alcanzado en el parlamento español a favor del reconocimiento de un estado palestino, en el que se ha incluido el partido popular, a doña Ayuso le ha faltado tiempo para rechazar la iniciativa. Las ayusadas siempre tienen carga de profundidad y, como una carambola de billar, golpean varias bolas para converger en un objetivo único. Primero, la declaración se dirige contra la iniciativa de don Sánchez y por extensión de toda la izquierda, con lo que marca territorio en un momento en que el apoyo de la derecha al estado palestino diluye las marcas del campo de juego. Segundo, derivado del anterior, enmienda al jefe de su partido, que no se atreverá a llamarla al orden, cuestionando así su liderazgo; es posible que doña Ayuso no sea nunca presidenta del gobierno de España pero su actitud revela que también es improbable que lo sea don Feijóo. Tercero, distrae la atención de sus problemas personales derivados de los negocios de su pareja y en este punto se emparenta con el líder israelí, que mata palestinos para despistar sus corruptelas bajo procedimiento de la justicia de su país.

Cuarto, doña Ayuso se ha posicionado en la perspectiva, también muy probable, de que no haya estado palestino, ni ahora ni en ningún plazo previsible, y que la iniciativa sea un señuelo para tranquilizar la mala conciencia de los países occidentales por su negativa a impedir el genocidio en Gaza. Este es el meollo de la cuestión, y no los aspavientos de doña Ayuso. Israel ya ha neutralizado la iniciativa de un estado palestino desafiando a Irán a que entre en la guerra de Gaza después de bombardear el consulado de este país en Siria. El objetivo israelí es ahondar la brecha entre el Irán chií y los demás países musulmanes de obediencia suní y afianzar el compromiso de Washington con su causa. En este juego, los palestinos son las fichas, como lo fueron los ancianos asilados en las residencias madrileñas durante la pandemia. Va a resultar que la presidenta madrileña es una mujer de estado, como Golda Meir o Margaret Thatcher. Pocas bromas.