Los de fuera miran y dan tabaco. Este latiguillo, que se atribuye a los jugadores de cartas, le habrá venido a mientes a Natanyahu al enterarse de que ha conseguido siete nuevos triunfos en el solitario que le tiene entretenido sobre el tapete de Gaza. Las siete víctimas han salido del anonimato porque pertenecen a una oenegé occidental, cuyos miembros tienen pasaportes internacionales reconocidos y no son apátridas, como lo son los palestinos en la tierra donde llevan dos mil años residenciados.

El ataque a una oenegé altera a los que asisten a la partida alrededor de la mesa de juego porque, a sabiendas de que las guerras son necesarias e incluso deseables, como predica don Aznar, y las matanzas su consecuencia ineludible, la labor de la oenegé tiene la virtud de tranquilizar la conciencia a los espectadores. Las oenegés dan tabaco. Tanto más en este caso, en que está patroneada por un chef de fama internacional, amigo de sucesivos presidentes de Estados Unidos. Hay algo de cínico en la ocurrencia de servir el cáterin a las víctimas de una masacre que podrían interrumpir los amigos mandamases del chef con solo proponérselo. El escenario moral recuerda al de La zona de interés, la jaleada peli que está en cartelera en estas fechas.

La liquidación de los siete cooperantes ha conseguido el objetivo de los victimarios: privar a las víctimas de toda intervención que sirva a su supervivencia. La oenegé atacada ha tomado de inmediato nota del mensaje y detendrá su actividad; la pausará es el término diplomático utilizado, como si reconociera que hasta ahora habían ido demasiado deprisa, lo que no deja de ser cierto porque al alimentar el estómago de la población cercada se alimenta también su esperanza y la ficción de que alguien se preocupa por ellos, lo que lleva a prolongar su resistencia inútilmente. Y teniendo en cuenta que el ataque a los hosteleros ha ocurrido en el contexto de una guerra contra el terrorismo, la oenegé haría bien en buscarse un abogado competente en la materia para el caso de que a alguien se le ocurriera acusarla de complicidad con los terroristas. Ya ha ocurrido en este mismo contexto contra otra oenegé humanitaria, patrocinada por la onu y que viene operando desde el año en que se creó el estado de Israel y se inició el conflicto que ahora el gobierno israelí quiere terminar por la vía de ningunear, expulsar o exterminar, elíjase lo que proceda, a la población indígena.

Los israelíes liberales y de izquierda, que los hay, como en todas partes, si bien en Israel tienen una influencia entre pequeña y nula, se preguntan qué pasará el día después de esta guerra. La respuesta más obvia es que no habrá día después. La pregunta misma es contradictoria pues quienes se la hacen creen reconocer que la actual deriva del conflicto tiene como principal objetivo prolongar la carreta política del primer ministro y su consiguiente inmunidad ante los tribunales en los que está acusado de diversos delitos. Si este es el objetivo y los tribunales israelíes funcionan con la celeridad y diligencia de los españoles, tal vez no quede ningún palestino vivo cuando al imputado Netanyahu le llegue la citación del juzgado. Pero lo que está ocurriendo no es fruto de la conveniencia de una persona, aunque sea el primer ministro del país que lanza las bombas, sino la previsible deriva histórica de un nacionalismo empeñado en crear un estado de colonos en el territorio entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, habitado por indígenas a los que la doctrina colonial niega la existencia histórica, física o jurídica, en cualquier caso.

En esta partida, Israel dispone de tres bazas por ahora insuperables: el apoyo incondicional y sostenido de Estados Unidos; la pasividad de los países europeos, atenazados por la culpa histórica de lo que hicieron sus abuelos, y la indiferencia de los estados árabes, escamados después de diez guerras de mayor o menor intensidad libradas y perdidas todas. A las cartas del vencedor –superioridad militar abrumadora y cobertura diplomática planetaria- el perdedor puede oponer el comodín del estado palestino, un naipe que no está en la baraja.