El finde que pasó el paisano de Nazaret entre el viernes de pasión y el domingo de resurrección fue una cura de sueño para sacudirse de encima el estrés de las jornadas anteriores y empezar una nueva y exitosa vida. Cuando dejó el zulo que le había proporcionado su colega José de Arimatea jugó al despiste durante unos días con amigos y familiares y luego subió, fresco y ufano como una rosa, al enésimo piso del rascacielos celestial donde le esperaba el despacho de ceo de la corporación multinacional que habría de heredar de su padre, ya muy viejecito entonces y que nada pudo hacer cuando los soldados romanos zurraban a su hijo. Durante siglos, esta catalepsia transitoria del chico de Nazaret fue comprendida y aceptada en el mundo rural porque se correspondía con la dormición de la naturaleza, que permanece muda e inerte en estas fechas previas a la eclosión de los brotes y las flores. Pero este universo campesino ha desaparecido, como ilustran las herrumbrosas procesionarias de tractores, fantasmas mecánicos vagando sin objetivo, que han recorrido las calles de la ciudad este invierno.

En la civilización urbana no podemos  permitirnos ni un segundo de recogimiento que nos aparte del impacto de los estímulos exteriores que nos hacen sentir vivos, y en este empeño hemos alcanzado notables cotas de sofisticación. Por ejemplo, podemos experimentar estados de histeria si la lluvia impide que se paseen ante nuestros ojos las vírgenes y los cristos envueltos en el fulgor de los cirios. La lluvia es un efecto de la naturaleza y las vírgenes y cristos son un artificio enfermizo, pero preferimos el artificio, como los adictos al fentanilo. Aún más, necesitamos de alguna manera que la leyenda se reproduzca en la realidad cercana. El mito debe reavivarse periódicamente para que sea operativo, así que no dejamos de otear la realidad en busca de señales que nos restauren la fe y con ella la efusión de los sentimientos, y en esta búsqueda se nos ha aparecido Kate Middleton, la princesa de Gales, la futura reina de Inglaterra, s.d.q.

La persona cuadra al personaje. Tiene miles de seguidores que escrutan lo que dice y hace hasta el último detalle; es recibida con palmas y ramos de olivo en cada lugar que visita; ha vivido una larga e inquietante temporada haciendo penitencia, alejada del mundo; ha sufrido el pitorreo de la chusma por una fotografía retocada y ahora es objeto de compasión universal cuando está clavada en la cruz del cáncer. Y por último, pero no en último lugar, es mujer, lo que corresponde al espíritu de este tiempo.

La familia real británica se ha convertido en patrimonio inmaterial de la humanidad y con suerte y un poco de mercadotecnia podría heredar la peana que ha venido ocupando la sagrada familia. Ambas instituciones familiares tienen en común que son técnicamente disfuncionales y a pesar de ello muy eficientes para asegurar la estabilidad social y la acumulación de riqueza por lo que resultan espejo de los anhelos y desventuras de la gente del común, que no puede vivir cada día sin la proximidad de sus imágenes. Kate podría hacer un milagro, quién sabe si su propia resurrección, y entonces ya estará inevitablemente entronizada. Algo se ha debido maliciar su suegro, el rey Carlos, cabeza de la iglesia de Inglaterra, que ha aparecido en público en cuanto ha advertido la oleada de simpatía despertada por su nuera a raíz de que confesara la enfermedad que la aqueja. El suegro también está diagnosticado de cáncer pero en esta historia los varones cuentan poco, y menos aún si son viejos. ¿Quién se acuerda de  san José o de san Joaquín, que más que progenitores del linaje parecen cuñaos?

Elevemos, pues, una plegaria por la pronta resurrección de Kate y que su consoladora presencia en este mundo sea tan dilatada como la de la abuela Isabel, que la contempla desde el cielo, y cuyos variados y creativos sombreritos eran más estimulantes, dónde va a parar, que las mitras del papa de Roma.