Don Pablo Iglesias Turrión (Madrid, 1978), el líder de los indignados, el develador de las flaquezas y pasteleos del régimen del 78, el artífice de la mayor ilusión política despertada en el amanecer de este siglo, el predicador del asalto a los cielos, que casi lo consigue, la víctima acosada por la coalición reaccionaria más turbia de la que se tenga noticia, el tenaz impulsor del primer gobierno de coalición de izquierdas desde casi un siglo atrás, el vicepresidente y ministro de la agenda 2030, donde se guardan los arcanos de nuestra felicidad futura, va a montar un bar.

En este emprendimiento se pueden advertir dos fuentes de inspiración: idealista, una y costumbrista, la otra. La primera eleva nuestra imaginación al bar de Rick, en Casablanca; un antro donde la figura del dueño encarnaba el sacrificio, el pundonor y la decencia en tiempos confusos, corruptos y despiadados; un lugar donde la esperanza de un mundo mejor se servía en chupitos desde el otro lado de la barra y donde se podía cantar La Marsellesa a la cara de estupefactos oficiales hitlerianos. La segunda inspiración de la empresa es típicamente costumbrista, carece de glamur y nos lleva al sueño árido de un inmigrante español de los años sesenta mientras ahorraba marcos alemanes o francos suizos suficientes para volver a la patria e instalar un bar en el pueblo que resumía todos los sueños del desposeído, un negocio en propiedad, sin jefes, donde se dispensaba felicidad y camaradería a los vecinos por un precio módico. Visto desde esta doble perspectiva, el bar de don Iglesias sintetiza su vida pública: la revolución desvanecida -¿son los cañones fascistas o es el latido de nuestro corazón?- y la fusión de su destino personal con los afanes del buen pueblo, llamado la gente en jerga populista.

Un bar tiene que significarse para atraer y conservar una clienta adicta y adepta, y ya se entiende que el establecimiento de don Iglesias tendrá una altísima carga emblemática, desde el nombre, Taberna Garibaldi, que evoca una de las brigadas internacionales que lucharon en la guerra civil, hasta la ubicación en el barrio rebelde de Lavapiés, y su aderezo de servicios de hostelería. La parte vegana del menú se titula No me llame Ternera, marca inequívoca de la casa. La ejecutoria política de don Iglesias estuvo jalonada de estos asertos breves, contundentes y provocativos, que ilusionaban a unos, desconcertaban a otros y sacaban de quicio a los demás. Ahora, los aficionados a este régimen nutricional podrán paladearlos y experimentar a qué saben. Las bebidas también se ofrecen tocadas por un aroma evocador: mojito Fidel, daiquiri Che, negroni Gramsci, etcétera. El melancólico mensaje de esta carta es: si no puedes seguir los pasos de tus héroes revolucionarios ni entender lo que hicieron y para qué, bébetelos. El bar acogerá actividades culturales (exposiciones de arte y presentaciones de libros) y es previsible que haya un piano para poder decir al pianista, tócala Sam, y nos acaricien, otra vez, las notas de Grândola, Vila Morena o Bella Ciao

El eslogan publicitario del establecimiento parece pensado por uno de esos beodos acodados a la barra, que no se dan por aludidos cuando el encargado le niega otra copa y apaga las luces: Las tabernas son el último bastión de la libertad del proletariado. Sin embargo, el autor de esta ocurrencia no es un pelanas sino Karl Kautsky, un teórico marxista y dirigente socialdemócrata alemán, un renegado y traidor en la jerga de la internacional comunista de la que procede don Iglesias, al que los socialdemócratas han derrotado, ay, por segunda vez. Don Sánchez, haciendo que abandonara el gobierno y el partido para montar un bar; Kaustky, poniendo la vitola a la empresa hostelera y presidiendo con sus palabras la ingesta de sus suministros.

El bar de Pablo recuerda a aquellos otros de los años setenta y ochenta en el barrio de Malasaña, también muy cuquis y estilosos, en los que daban conciertos Burning y Leño y donde el filósofo Agustín García Calvo peroraba sobre los presocráticos, y la generación del viejo pasaba las horas y las noches de la famosa transición esperando que la siguiente copa hiciera realidad sus fantasías. Claro que aquellos eran tiempos de apertura y el bar podía entenderse como el vestíbulo a una nueva dimensión; pero ahora estamos en época de cierre y repliegue y un establecimiento tan connotado bien pudiera convertirse en una trinchera, la última, en la que un musculado grandullón controla el derecho de admisión para evitar que se cuelen fachas.