Después de la arrolladora victoria del crápula Trump sobre el santurrón De Santis en las primarias de Iowa (¿dónde está Iowa?*), el gran dinero estadounidense se está preguntando si ese patán de penacho color calabaza es su hombre o deberían inclinarse au coté del vejestorio Biden. Cuando Trump ganó las elecciones presidenciales en 2016, pese a haber obtenido 2,6 millones de votos menos que su oponente, la señora Clinton, no dudaron en rendirle pleitesía y explotar los beneficios derivados de la derogación de normas medioambientales y regulatorias pero cuando el mismo tipo respondió a su derrota electoral en 2021 con el asalto al capitolio perpetrado en su nombre y bajo su instigación, el gran dinero tuvo ocasión de exhibir su menguada reserva de indignación moral, se juramentó para pedir al presidente saliente que condenara el repugnante episodio y se planteó dejar de apoyar a los legisladores republicanos que no reconocieran la plena legalidad de los resultados electorales. Ahora, los tontos de Iowa -ya saben, mayoría blanca y producción de carne y cereales- han vuelto a poner al proscrito en la carrera, y con notable ventaja de salida, así que el gran dinero ha optado por esperar y verlas venir. The Economist cuenta con detalle estas cuitas.

El dilema Trump-Biden es el que enfrentan todas las democracias de occidente. El gran dinero teme de Trump su nacionalismo populista resumido en la política arancelaria y antimigratoria. La primera puede tener un efecto desastroso en el comercio, tanto para las empresas exportadoras de productos acabados como para las importadoras de piezas, utillajes y bienes de consumo procedentes del exterior, sobre todo de China. A su vez, el freno a la inmigración con la deportación de millones de inmigrantes influirá negativamente no solo en la reposición de la necesaria mano de obra barata sino también en la captación de talento exterior. La derecha norteamericana se enfrenta a un desafío que ya conocieron los falangistas españoles en la mitad del siglo pasado y que estuvo a punto que quebrar el sistema de la dictadura franquista: la autarquía, ahora resumida en el eslogan make america great again, es el camino más corto hacia el empobrecimiento y la decadencia. El maíz y las vacas están bien para Iowa pero no para Wall Street y Silicon Valley.

Las grandes corporaciones económicas siempre han temido al caos que pueden desatar las masas, a las que apela el populismo trumpista, y se enfrentan a un fenómeno nuevo, revolucionario. En tiempos predigitales, la elección de apoyo al candidato más conveniente se resolvía en la consulta a unas pocas fuentes informadas y en negociaciones de despacho; ahora es necesario tener en cuenta a las imprevisibles y asilvestradas redes sociales. El asalto al capitolio, paradigma de la crisis de la democracia estadounidense, se urdió e impulsó a través de este novedoso artilugio de interacción social, donde predominan los agitadores de extrema derecha. El trumpismo es inimaginable sin la energía y la manipulación aportada por las redes sociales, y sus operadores son los squadristi del nuevo fascismo. Las grandes corporaciones las temen porque una campaña en la red puede arruinar no solo la reputación de un individuo o de una institución sino la cuenta de resultados. Cuando hay mamporros en la calle más vale alinearse con los de la cachiporra, al menos hasta que llegue la caballería, si es que llega.

Biden también tiene pegas. Es el heredero legítimo de esa tradición vagamente socialdemócrata (Clinton, Blair y compañía) que desde los noventa hizo creer a la izquierda que el neoliberalismo era la ruta para una prosperidad sin límites y que, al son de la campana de Laffer, cuanto mejor les fuera a los del dinero mejor nos iría a todos. Fueron buenos tiempos en los que el gran dinero engordó hasta su obesidad mórbida actual pero la leyenda de Laffer se convirtió en humo con el desplome de Lehman Brothers en una charca de bonos basura (2008) y la socialdemocracia se vio obligada a adoptar una ligera corrección de deriva hacia la izquierda para no desaparecer del mapa. Lo estamos experimentando en España con las políticas del gobierno de don Sánchez, que al otro lado del Atlántico tienen su correlato en la manía de Biden de sumarse a los piquetes de huelga, reclamar a los empresarios que suban los salarios y discursear contra los monopolios. La pesadilla de un enlace sindical en la casablanca es más de lo que puede soportar el gran dinero, que también tiene su dignidad.

En fin, que los ricos también lloran, poco, después de pensarlo mucho. Lo que les distingue de los pobres es que estos lloran sin pensarlo siquiera.

(*) Iowa es el estado del que era senadora la cateta Phoebe Frost (Jean Arthur) en la peli de Billy Wilder, Berlín-Occidente (1948). La historia que se cuenta no tiene nada que ver con el asunto de este comentario pero es desternillante. A los de clase media nos atrae la política pero ¿cómo podríamos vivir sin el cine?