Rara vez se ha hablado y escrito tanto sobre una conversación telefónica (Ismaíl Kadaré, Tres minutos)

Palabras que crean chismorreos, que alimentan conversaciones, que urden historias, que consagran leyendas, que consolidan mitos. El camino del verbo. La matriz de la literatura. El soporte de nuestro conocimiento de la realidad, que nace en lo más nimio y volátil y nos arrastra a lo más envolvente y pétreo. El escritor albanés Ismaíl Kadaré traza en su última obra (Tres minutos, Alianza editorial, 2023) un planisferio del caudal de la literatura, desde su origen en una fuente accidental hasta su desembocadura en un océano inabarcable, y en cuyo curso registra afluentes y escorrentías, aguas turbulentas y someras, y al principio y al final, sendos misterios: ¿cuáles fueron las palabras exactas y dónde agotan su significado?

El punto de partida es, como reza la cita que encabeza esta nota, una archifamosa conversación telefónica privada, de tres minutos de duración, que tuvo lugar el 23 de junio de 1934 entre el líder soviético Stalin y el escritor Borís Pasternak, el primero desde su oficina del Kremlin y el segundo en su apartamento comunal de Moscú. La versión más escueta de este diálogo telefónico dice así:

Stalin: Hace poco que fue detenido el poeta Mandelstam. ¿Qué puede decirme de él, camarada Pasternak?

Pasternak: Le conozco poco. Él es acmeísta, mientras que yo pertenezco a otra corriente. De modo que no puedo decir nada de Mandelstam.

Stalin: Pues yo sí puedo decir que usted es un pésimo camarada, camarada Pasternak.

Osip Mandelstam, el objeto de la conversación, fue un poeta soviético, quizá el más famoso de Rusia en aquel momento, y detenido días antes de la conversación telefónica por la autoría de un poema denigratorio dedicado a Stalin que había recitado, entonces ni siquiera publicado, ante un grupo de amigos, y por el que fue condenado a tres años de destierro. Retornado a Moscú en 1937, fue arrestado de nuevo en mayo del año siguiente, condenado a cinco años de deportación en el gulag ártico de Kolymà y muerto en diciembre de camino a ese destino en Vladivostok. Su esposa Nadiezhda acompañó a Mandelstam a su primer destierro y después de su fallecimiento tras la segunda detención pasó las dos décadas siguientes intentado preservar la obra inédita de su marido y evitando ser detenida por la policía política, hasta que durante el  llamado deshielo de la era Jrushchev  pudo volver a Moscú en 1958; es autora de una obra canónica de la literatura memorialística del siglo XX (Contra toda esperanza, editorial Acantilado, 2012).

En los años treinta del siglo pasado se produjo una oleada de purgas stalinistas que ocasionó entre setecientas mil y un millón de víctimas mortales y un número incalculable de otras víctimas que sufrieron diversos grados de cautiverio, pero, de manera significativa, afectó a las élites del régimen, políticas, militares, académicas y culturales, lo que ha dado relieve especial a esta aterradora fase de la represión. Muchas víctimas pertenecían a la clase dirigente y, de una u otra manera, eran cercanas al dictador, camaradas del partido y del gobierno, altos mandos del ejército, científicos de alto rango y escritores que vivían en un escaparate tutelado por las organizaciones estatales encargadas de la publicación y difusión de su obra. Todo lo cual estaba envuelto en la infatigable suspicacia de Stalin y amenazado por la acción proliferante y casi autónoma de la policía política. Estas circunstancias son la que otorgan un significado poliédrico a la conversación telefónica de Stalin con Pasternak, a la que este dio publicidad en su círculo íntimo y se difundió como una mancha de aceite por los corrillos moscovitas y más tarde por el mundo literario occidental.

La fama por la que ha quedado en la historia Boris Pasternak vendría con la controvertida publicación de su novela Doctor Zhivago, pero veinte años antes de ese momento Pasternak era un poeta afecto al régimen, si bien eso no es garantía de que contara con el aprecio del jefe supremo y tal vez explica que Stalin se dirigiera a él para pedirle opinión sobre Mandelstam. La estricta literalidad de la conversación parece indicar que Stalin buscaba una opinión para salvar a Mandelstam, o quizá para provocar a Pasternak, y que este respondió bajo los efectos de la confusión o del pánico que le produjo la llamada por lo que podía significar de perjuicio para sí mismo y que el dictador zanjó la conversación reprochando al poeta su falta de coraje para defender a su camarada del mundo de las letras. Pero este sumario, ¿agota todas las interpretaciones, variantes y derivadas de la conversación? El enfrentamiento entre el poder y la palabra es un laberinto.

Ismaíl Kadaré tiene buenas razones íntimas para sentirse inspirado por el desafío de este brevísimo intercambio de palabras. Estudió en el Instituto Gorki de Moscú cuando Albania era un fiel satélite de la Unión Soviética y vivió los días de manifestaciones estudiantiles contra Pasternak a raíz de la publicación de Doctor Zhivago en occidente, y más tarde desarrolló su carrera, como Pasternak, en un régimen comunista cerrado y aislado en el que la razón última de todo lo que ocurría estaba en la opinión y la voluntad del dictador, y, para cerrar las analogías con el escritor ruso, Kadaré también recibió una llamada del dictador albanés, Enver Hoxha, aunque en este caso fue para felicitar al escritor por unos poemas que habían sido de su gusto. Ya en los años noventa, Kadaré vivió en Francia, lo que permitió que su obra fuera conocida en occidente y él aupado a las listas de candidatos del premio Nóbel, que también recibió Pasternak aunque fue obligado por las autoridades soviéticas a renunciar a él.

El primer capítulo de Tres minutos lleva al lector a la atmósfera de las relaciones entre el creador literario y el censor que ha de autorizar su obra. Esta relación empieza, no por casualidad, en una alusión a Pasternak que aparece en cierta novela que Kadaré presenta a la aprobación del censor y en la que este posa su atención, como el halcón distingue a la presa en la fronda del bosque, y da lugar al primer punto de contacto entre el censor y el escritor. Esta situación, a fuer de repetida, se vuelve rutinaria y crea una turbia complicidad entre ambos en la que cuenta, no los términos en que se desarrolla la conversación sino el estado de ánimo, las intenciones y el carácter de las dos partes enfrentadas y las bazas con que cuentan para cumplir sus propósitos. Es un juego –una lucha, mejor- asimétrico y desigual en el que el escritor finge aceptar los puntos del vista del poder a fin de salvar en lo posible su obra y su significado. La realidad se convierte en literatura.

Poco a poco, esta relación, ilustrada dramáticamente en la conversación telefónica de Stalin y Pasternak, se apodera del relato. ¿A dónde lleva este descubrimiento seminal? Entramos en el territorio de la novela, que no es sino la exploración del perímetro de una anécdota simple, captada intuitivamente. Kadaré inventaría una docena de versiones de la ya famosa conversación empezando por la que se pregunta si la conversación fue un hecho real o una invención, y cada versión se alimenta de lo narrado por otros tantos testigos y espectadores, algunos muy lejanos de los hechos pero no por eso menos activos en su implicación y en sus ganas de expresarla. Las historias son carreras de relevos. Cada versión exige un análisis de sus términos y arrastra una estela de divagaciones y especulaciones de mayor o menor enjundia, hasta que agotan su encanto, y de seguido aparece otra versión. Las historias se encadenan en una historia interminable.

Cada versión contiene uno o más interrogantes: ¿por qué Mandelstam, el personaje más conmovedor, franco e inofensivo de los tres que intervienen en la historia, es el único que realmente murió en este trance?, ¿necesitaba Stalin la opinión de Pasternak para decidir la suerte de Mandelstam?, ¿exasperó a Stalin que Pasternak escurriera el bulto o solo quería provocarle habiendo previsto su respuesta?, ¿temía el omnipotente Stalin a los escritores y a sus obras?, ¿admiraba Stalin a Mandelstam y quería tener una coartada para mantenerlo a salvo?, ¿por qué no se otorgó a Mandelstam la gracia de que gozó Gorki, que había sido en otro tiempo mucho más agresivo hacia los bolcheviques y ahora era el papa designado de la literatura soviética?, ¿y si no había sido el poema de Mandelstam, ni mucho menos el mejor de su autor, la razón de su detención sino que hubo otra causa desconocida?, ¿cómo creyó Pasternak que había quedado ante el dictador, ante la historia y ante su propia conciencia después de la conversación?

La trigésima versión de este suceso es el epílogo que atribuye Kadaré a la historia, en el que esta, lejos de afirmarse en sus conclusiones, empieza a perder los contornos y a hacerse incierta, como si volviera a los orígenes, cuando nadie podía imaginar que Stalin se pusiera en contacto con Pasternak para hablar de Mandelstam. Los hechos probados son muy sucintos: la conversación telefónica ocurrió en la fecha que se ha dicho, duró entre tres y cuatro minutos, participaron los interlocutores mencionados y versó sobre el tema sabido. Kadaré llama zona inerte a todo lo que envuelve a los meros hechos: su improbabilidad, la desmesurada sombra que proyecta y el choque de significados contradictorios que contiene y califica la conversación como la campana de alarma de todo cuanto impide que jamás se pueda adormecer la conciencia humana.

El texto se cierra con una nota del editor: por respecto a sus lectores, el autor ha solicitado del editor la posibilidad de de una futura publicación completa de este libro. La historia continúa, y se expande…