Los humanos nos repetimos; la especie no puede salir de sus rutinas y la dilatada y misteriosa negociación post bélica del partido socialista y los independentistas catalanes de junts ha terminado en una repetición del abrazo de Vergara. Mucho ruido y pocas nueces. Era previsible porque así terminan las guerras carlistas. De lo que ha sido publicitado sobre el acuerdo hay tres aspectos que llaman la atención, y, según sea el estado de ánimo del espectador, llevan a la ira o a la risa. El primero es que se reconocen las profundas discrepancias entre los firmantes, lo que da pie a la reedición de nuevos conflictos ulteriores, como no podría ser de otra manera, para decirlo con un latiguillo muy frecuente en la jerga política, y de este modo nuevas ocasiones para nuevos abrazos.

La segunda cuestión es el propósito, contradictorio con el anterior, de que este pacto se hace para resolver el conflicto histórico con Cataluña. ¿Y de qué van a vivir los hijos y nietos de los firmantes cuando se dediquen a la política? La única garantía que da seguridad a los pactantes y a sus adversarios es que el conflicto histórico no se resolverá nunca porque, si así fuera, carlistas catalanes y  centralistas españoles habrían mudado de naturaleza. A día de hoy, no hay una sola cabeza en el país que pueda imaginar cómo sería este si se resuelve el mentado conflicto histórico.

Y la prueba de que el conflicto seguirá abierto es que los firmantes no se fían el uno del otro y han previsto un mecanismo internacional (no una institución sino un mecanismo, lo que hace pensar que el aludido será un modelo de última generación de inteligencia artificial) para acompañar (como si los firmantes fueran ciegos), verificar (como si fueran truhanes y fulleros) y realizar seguimiento de todo el proceso de negociación (siempre hay un proceso como en la literatura de Kafka) y los acuerdos entre ambas formaciones. ¿Y qué hará el mecanismo internacional si el proceso de negociación se estanca o se tuerce o simplemente decae? ¿reclamar al maestro armero?

El malestar nacionalista que se registra en la falda meridional de la cordillera pirenaica desde dos siglos atrás, no es más que el resultado de que lo que llamamos España es un proyecto inacabado y quizá imposible. El estado liberal no consiguió imponerse en todos los territorios de los antiguos reinos de Castilla. Aragón y Navarra por circunstancias que aún están vigentes: el centralismo político y financiero, el poder de las oligarquías latifundistas, una monarquía no aceptada y una constitución insuficiente en el reconocimiento del país que quiere regular. Este malestar nacionalista carece de fuerza para su objetivo de independencia, la famosa y trajinada unilateralidad, pero es suficiente para tener periódicamente en vilo a todo el país.

Don Puigdemont ha apurado la negociación hasta crispar los nervios a buena parte del censo, a derecha e izquierda, y ha debido comprender la necesidad de poner fin al suspense cuando ha visto en la tele a los squadristi del fascio local acosar las sedes de su cofirmante del pacto, estimulados y avalados por don Aznar, doña Aguirre, doña Ayuso y compañía. Si el pijerío catalán sueña con una independencia suave y burbujeante como una copa de cava, en la meseta te hacen tomar aceite de ricino. Eso también lo saben los catalanes.

Don Sánchez, una vez más, se ha salido con la suya. Lo más destacado, y sólido, del acuerdo es sin duda que la bonanza y el buen rollo entre los firmantes durará toda la legislatura. Eso significa que habrá presupuestos y desarrollos legislativos que la coalición reaccionaria no podrá frenar. Cuando acabe la legislatura, don Puigdemont seguirá ahí, como el dinosaurio del cuento. Pero quién sabe qué novedades nos traerá entretanto este tiempo en aceleración cuántica hasta que llegue el próximo abrazo de Vergara, que es el cometa Halley de nuestra historia patria.