Javier Mina, en su faceta de artista gráfico, pues tiene otra no menor de autor literario, tiene una virtud insólita en este gremio. Ninguna de las exposiciones de su obra se parece a otra anterior. Al contrario de lo que suele ser común, no es leal a ningún estilo; no está obsesionado por la forma ni por el tema. Si se pusiera una pintura de Mina a continuación de otra de entre las realizadas en distintos periodos, el espectador no encontraría ningún indicador que le llevara a pensar que son del mismo autor. No se repite, en resumen. Quizá, únicamente, descubriría un aire de ensimismamiento, común en todas ellas, que lleva a preguntarse de qué fuente de inspiración ha extraído el material de cada muestra.

En todo caso, Mina posee un afinadísimo sentido estético que le lleva a descubrir destellos de belleza donde la gente del común solo vemos prosa. De esta cualidad somos testigos los amigos de su círculo de facebook a los que nos obsequia, cada día, con una fotografía sorprendente tomada de su entorno cotidiano. Hay algo de insólito y a la vez familiar en estas imágenes instantáneas, marcadas por la ironía, la paradoja y el contraste, y se debe a que nuestra mirada, como la del autor, si bien no tan perspicaz, está educada en el arte del siglo XX. Nuestra conciencia estética es heredera y tributaria de la famosa definición de Max Ernst: bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección.

La última exposición, presentada semanas atrás en la Ernest Lluch Kultur Etxea de San Sebastián, es un homenaje a los hacedores de la cultura del pasado siglo; nuestros padres espirituales, podría decirse. Láminas de gran formato en las que comparecen los retratos, o las caricaturas, tanto da, de escritores, artistas y científicos, acodados por tríos sobre una mesa o una barra de bar. El título de la exposición es el afrancesado Café de la Gare, la tertulia junto a la vía del tren, quizá los dos emblemas del siglo pasado, el último de la historia en que la voz humana y la física mecánica determinaron la civilización. El ferrocarril del viaje y de la exploración, pero también de la deportación y el exilio; la tertulia de la libertad de expresión y del debate de ideas, pero también de las voces huidizas y las opiniones disparatadas. Hombres y mujeres alrededor de una taza de café o una copa de absenta, que sueñan con ir a un mundo nuevo en el tren que resopla al otro lado del ventanal, pero siguen ahí cuando el tren ya ha partido.

Los iconos del siglo se muestran en estampas vigorosas, desafiantes, de trazo contundente y al mismo tiempo distorsionado, de líneas sinuosas y manchas muy contrastadas, como vívidos fantasmas en trance de desvanecerse. El artista ha tomado prestadas las enseñanzas de las vanguardias para retratar a sus modelos: fauves, expresionistas, cubistas, constructivistas, convertidos así en objetos de sus propios experimentos expresivos. El conjunto es una galería de personajes, unos más familiares que otros a la mirada del visitante, cuya lógica presencial solo conoce el artista. La última lámina es un retrato solitario y melancólico de Robert Walser, por el que Mina siente un confesado afecto y con el que comparte la condición de paseante.

Al término de la visita, el artista invita a este escribidor a posar para una foto ante una de las láminas. El pretexto es que en ella aparece retratado el dramaturgo Eugene Ionesco del que en nuestra remota juventud llevamos a escena una de sus obras. En efecto, somos vástagos del teatro del absurdo, y a mucha honra. Lo sorprendente, que no debiera serlo tanto, al ver la foto resultante, es que el personaje real no se distingue de las caricaturas que tiene a su espalda.

(En la imagen,  Picasso, Stephen Hawking y Gertrude Stein en una de las láminas de la exposición Café de la Gare).