“Abuelo, te queremos mucho pero no dices más que tonterías” (Ainhoa B., cuando tenía seis años)

La gente en edad provecta sabe, o debería saber, que está contraindicado revisitar los lugares de la infancia y la juventud, ya sean espacios reales, como el pueblo donde veraneabas de niño, o imaginarios, en la lectura de un libro o la visión de una película, que te conmovieron cuando aún eras un ser maleable y tu cerebro y corazón estaban muy lejos de parecerse al de una momia. En estas ocasiones tardías, la realidad revisitada aparece encogida, banal, inexpresiva, penosamente remota, y te despoja brutalmente de las emociones vivificantes que la mantenían prendida a tu memoria.

No obstante esta elemental proscripción de sentido común, la sala de cine estaba al completo, como pocas veces se ve en estos tiempos, ocupada por vejetes en una proporción de ocho a uno a favor de ellas, como es uso en cualquier acto cultural, para ver la peli de Víctor Erice,  Cerrar los ojos, lo que parece el testamento de un cineasta superdotado, casi más famoso por su silencio que por sus maravillosos tres largometrajes, realizados cuando él y los espectadores que le secundan eran razonablemente jóvenes. Para decirlo pronto, Cerrar los ojos carece de la magia que creemos recordar en El espíritu de la colmena (1973) y en El sur (1983), e incluso de la laboriosa experimentación sobre el tiempo fugaz, la cambiante luz y el arte perenne, que era El sol del membrillo (1992).

Las fechas dan noticia de un creador de gestación lentísima, que en esta ocasión se ha tomado treinta años para comparecer de nuevo ante el público, olvidando quizá que el tiempo no es una abstracción sino la medida de la historia, la cual es por definición tumultuosa y mutante, y opera como una picadora de carne para las ideas, los discursos y las formas artísticas. El retiro prolongado se paga caro en cualquier oficio y en el cine el precio es obvio, como debió experimentar otro genio, Stanley Kubrick, con sus dos últimas y desangeladas películas: La chaqueta metálica y Eyes Wides Shut.

Víctor Erice ha hilvanado esta historia con retales de su propia leyenda: un actor que desparece en pleno rodaje, un director que no ha dirigido más que un par de películas y está retirado en una nebulosa existencial, la alusión a la fallida producción de El embrujo de Shangai, que más tarde realizaría Fernando Trueba sin especial relieve, una hija que oficia de testigo del trampantojo (Ana Torrent repite papel pero molturada por el tiempo, reticente y sin encanto) y la imposibilidad de que el cine explique la vida. ¿Y bien? La crítica más amable se ha aferrado a estos tópicos para no reconocer que la película es un peñazo.

El cine de Víctor Erice conserva cierta majestuosidad. La geometría de los encuadres, las luces y sombras que dibujan la escena, la ubicación del personaje en el plano y el tempo de las secuencias denotan ambición de inmortalidad, y su constante apelación a que el verdadero cine es el que se ve en pantalla grande, una reclamación que también es explícita en la película, remite a una querencia museística. Por lo demás, todo en Cerrar los ojos es manifiestamente mejorable y todo junto, insoportable: personajes estereotipados, diálogos acartonados, situaciones consabidas, interpretaciones teatrales, guion desnortado, ritmo cansino y viejos haciendo de viejos. No hay milagros en el cine desde Dreyer, dice uno de los personajes. Deberían haber tomado nota y obrar en consecuencia. No solo los jóvenes tienen prisa para comerse la vida, también los viejos la tenemos para que la vida no nos coma a nosotros. Víctor Erice nos hace perder un tiempo precioso.