El tiempo de los tebeos. La memoria opera como un palimpsesto cuando vuelve a los recuerdos de la infancia. Una palabra, un gesto, un color, un trazo sobre el papel, es lo que queda de lecturas prolijas y, probablemente, en aquel momento apasionadas. Si a este viejo le preguntaran qué recuerda de las historietas del dibujante Josep Coll en las páginas del TBO diría que un náufrago pensativo, sentado sobre las tablas de una balsa o a la sombra de una palmera sobre una roca que emerge del mar infinito, y los dos trazos, firmes como lanzas y audaces como cohetes, de la doble ele de su firma al pie de la última viñeta. Nuestro paisano, el editor y promotor cultural Luis Garbayo ha organizado y comisariado una completa exposición de la obra de este dibujante, que se ha mostrado en algunas localidades de la comunidad de Madrid y de la que, mientras llega la ocasión de degustarla presencialmente, podemos informarnos a través de dos vídeos en YouTube: Coll, gigante de TBO 1 y 2.

La exposición y las explicaciones que la acompañan muestran la refinada y precisa arquitectura de las viñetas de Josep Coll y las razones artísticas que lo han convertido en un creador inconfundible y en un ineludible inspirador de dibujantes posteriores pero para los simples y no muy significados aficionados al género, entre los que se cuenta el autor de estas líneas, que sin embargo fuimos hambrientos consumidores de tebeos, el retorno de Coll nos devuelve al misterio de la simiente. ¿De qué modo aquellas lecturas rápidas y desordenadas moldearon la conciencia de lo que éramos?

El TBO fue la publicación que dio nombre en castellano a lo que ahora todos llamamos cómics. Tal como se conserva en la memoria de aquellos remotos lectores, aquel cuadernillo se caracterizaba por su indigencia material: papel basto y dibujos en blanco y negro o pobremente coloreados. Las historietas eran rápidas y breves, como si el dibujante y los personajes que dibujaba tuvieran algo más importante que hacer después de la última viñeta. En realidad, dibujante y personajes mantenían una extraña simbiosis y una experiencia compartida, diríamos que atmosférica, con sus lectores, que iniciaban así su educación sentimental y, sin entenderlo demasiado, su conocimiento del mundo.

El tebeo era una fisura abierta a la imaginación entre la rimbombancia oficial y la aridez reinante en la calle y en la vida doméstica (que se haya dicho muchas veces no lo hace menos cierto). Al contrario que los cómics que vendrían después, también en España, nutridos de fantasía y de épica (el Capitán Trueno, entre los pioneros de producción nacional), las historias del tebeo eran una mezcla de costumbrismo y picaresca, y su sostén era un personaje fijo, o un arquetipo característico, inolvidable, que aplicaba su lógica de supervivencia a situaciones entre desesperadas y absurdas. En esta afirmación obstinada de su identidad en medio del caos residía su irresistible encanto y la adhesión que recibían de los lectores. En gran medida, los personajes se  nutrían de la experiencia existencial de sus dibujantes, operarios a destajo en una época tortuosa, de quebrantada modernidad y trabajo esclavo.

Josep Coll fue uno de aquellos dibujantes, quizá el más memorable, por la finura inconfundible de su estilo gráfico y por la elegancia narrativa de sus brevísimas historietas, que describen con la precisión y ligereza de un ballet un universo accidentado y hostil en el que, sin embargo, el individuo, siempre solo, náufrago en cualquier circunstancia, se mantiene erguido y tenazmente entregado a la labor que le compete, apenas alterada por un breve gesto de sorpresa o estupefacción ante la ocurrencia sobrevenida. Son historietas mudas, a las que los editores de la publicación añadieron bocadillos con frases que redundaban en el evidente mensaje gráfico y en consecuencia resultan prescindibles; en la exposición se muestra por qué. Coll parecía desconfiar de las palabras como instrumento de comunicación: los tipos solitarios no hablan consigo mismos; hacen pero no dicen. Las palabras añadidas banalizan ciertamente la historia y diríase que dan la falsa esperanza de que el héroe puede ser escuchado al fin.

Aquellos dibujantes trabajaban por retribuciones miserables y desposeídos de la propiedad intelectual de su obra, como canteros de las catedrales medievales, un símil pertinente en este caso porque Coll empezó su andadura en las artes gráficas mientras trabajaba en la construcción y volvió a ella después de tres lustros como dibujante, quizá porque ganaba más dinero, quizá porque se había hartado del náufrago que bracea y salta para llamar la atención del barco que aparece en el horizonte y que nunca le rescata.    

En un cierto sentido, los personajes de Coll ilustran de manera chispeante e inevitablemente cómica la solemne afirmación de Ernest Hemingway: courage is grace under pressure. Claro está que los entrañables monos del dibujante catalán están a años luz de las circunstancias en las que se desenvolvía la imaginación del escritor norteamericano. Para este, la vida era una ocasión para la épica; para aquel, un motivo de estupor y, secretamente, de melancolía. Ambos, escritor y dibujante, acosados por la depresión, murieron por propia mano.