Los cadáveres están calcinados y son irreconocibles pero ya sabemos que uno corresponde a  Yevgueni Prigozhin, lo sabemos todos, es más, lo sabíamos desde hace un par de meses. El vendedor de hamburguesas devenido cidcampeador de la Santa Rusia era un muerto anunciado y ha fallecido como se esperaba, mediante un acto violento, melodramático y estadísticamente improbable, dirigido a llamar la atención y servir de ejemplo. El tipo al frente de sus mercenarios se había rebelado contra el poder constituido y lo que en cualquier país interesado en mantener el decoro de su imagen internacional habría concluido en una corte marcial, se resolvió con un enjuague rarísimo según el cual el amotinado recibía cobijo en un gobierno vecino y su gente era cooptada para servir en el ejército regular, como si en vez de ir a tomar el poder los mercenarios se dirigieran a la caja de reclutamiento. Tanta normalidad recuperada solo podía cerrarse definitivamente con la ejecución del promotor.

Curiosamente, este modo paralegal de resolver los conflictos lo encontramos muy ruso, y no solo en occidente sino en Rusia misma, donde hacen alarde de su estilo, como puede verse en el mejor cine de ese país, desde Serguei Eisenstein hasta el interesantísimo y poco conocido Aleksei Balabanov. Visiten las películas de este último, disponibles en plataforma digital, y sentirán el irrefrenable impulso de buscar la cara de Putin entre sus personajes, del mismo modo que en nuestra remota juventud veíamos al feo Stalin en el bello e imponente Nikolai Tcherkasov.

La conversión de Prigozhin en cenizas diluye su ostentosa marca bélica: el grupo Wagner. Y aquí hay otra curiosidad histórica: la fascinación que los rusos post soviéticos sienten por los nazis. Mientras Putin ensalza la simbología de la gran guerra patria para fomentar la unidad del país en una causa compartida, una corriente apenas subterránea admira, añora e imita a quienes lo invadieron y arrasaron. Poner a una fuerza armada irregular, que se quiere patriótica, el nombre del compositor favorito de Hitler no puede entenderse de otra manera que no sea un homenaje a lo que representa. Pero hay más ejemplos accesibles de esta parafilia nazi. El escritor y activista Eduard Limonov, otro patriota de campanillas y el personaje post soviético más famoso en occidente por la biografía novelada que le dedicó Emmanuel Carrére, fue un nazi conspicuo y, por último, en una película del mentado Balabanov puede verse a un traficante de armas en su chiringuito de los suburbios abrigado con una casaca de las ss mientras intenta vender pistolas y metralletas del ejército alemán a sus clientes del hampa, que expresan su admiración por la eficacia de estos hierros.

Estas señales que vienen de otro espacio-tiempo son muy desalentadoras, y no son las únicas. Dícese que Moscú ha recurrido a sus espías durmientes en occidente después de que hayan sido expulsados los que tenían cobertura diplomática. Pero, vamos a ver, ¿están dormidos o muertos?, ¿dormidos, desde cuándo?, ¿cuánto tarda en desperezarse un vejete que se echó a dormir en los años cincuenta o sesenta? La eficacia de los espías rusos, dormidos o despiertos, no parece muy inquietante a la vista de los resultados históricos, pero son una fuente de fantasía literaria y, a qué negarlo, un insustituible señuelo para avivar el miedo en las sociedades occidentales. Hace treinta años que creíamos que se habían extinguido y resulta que solo estaban dormidos. como en las pelis de terror.

Poco a poco, pasito a pasito, se está rehabilitando la guerra fría porque la alternativa es la guerra caliente, como nos ha instruido estos días Christopher Nolan con su película Oppenheimer. En esta fase de preproducción del próximo conflicto mundial, Rusia está haciendo bien el trabajo que tiene asignado. Invasiones territoriales, asesinatos de disidentes, células dormidas, hampones que suspiran por Hitler, secretos en el laberinto del Kremlin y toda la pacotilla consabida. Ya veremos quién gana el óscar esta vez, y si llegamos a la ceremonia de entrega de premios.