La realidad persiste en su ser. La sentencia podría atribuirse a Heidegger pero se le acaba de ocurrir a este escribidor y con ella se quiere decir que no cesamos de ser iguales a nosotros mismos. El nombre que recibe esta cualidad es tradición. Todo el mundo acata la tradición y le otorga una autoridad insuperable aunque nadie sabe explicar de dónde procede y cuál es su sentido. Dos ejemplos de estos días abrasadores.

Nuestro buen rey don Felipe ha designado a don Feijóo como candidato a la presidencia del gobierno a sabiendas de que no tiene mayoría parlamentaria para ganarla, y lo ha hecho para seguir la tradición. Es como la lotería, otra tradición, que puede que no ganes pero, si te cae lo puesto, algo es algo. Don Feijóo espera salir elegido presidente por la abstención del peeneuve y de junts, que es como esperar que te caiga el gordo porque tu billete termina en nueve, la fecha de nacimiento de tu marido que en paz descanse. En la lotería, ya se sabe, lo importante es jugar.

En un sistema político guiado por la racionalidad, la designación real del candidato, que es puramente formal, hubiera tardado unas semanas para dar tiempo a que las fuerzas políticas en el parlamento debatieran el asunto y se pusieran de acuerdo en un aspirante viable. Ese es el mandato de las urnas y sustanciarlo es el ejercicio de la política pero, qué carajo, es más relajado hacerlo como dicta la tradición; el mismo rey, que tiene en esta encomienda su única función no simbólica, es fruto de la tradición. Si no sale don Feijóo, probará don Sánchez, y si este tampoco sale, hala, a las urnas otra vez, según la tradición. ¿No querías democracia?  Pues dos tazas. Lo que hace la decisión real, por más que su resultado sea fallido, es poner en marcha el reloj de la democracia (ah, cuánto echamos en falta un diccionario de los estúpìdos latiguillos que recorren la jerga política), ya que el siguiente intento habrá de realizarse en el plazo de dos meses. Las tradiciones se guían por un calendario.

La tradición comentada en el párrafo anterior se ha visto opacada por otra de reciente acuñación y que consiste en celebrar una victoria deportiva con una agresión sexual. El chupinazo, como se dice por aquí, lo ha lanzado la autoridad que podía hacerlo: el presidente de la real federación de fútbol, el vivales don Rubiales. El inicio de esta tradición ha sido controvertido y protestado pero eso no indica necesariamente que vaya a decaer. Apenas ganado el partido final frente al equipo inglés y conquistada la copa del mundial, las futbolistas españolas se enfrentaron a otro adversario más pegajoso y correoso, que les ha acompañado en toda su trayectoria: el machismo, que en el mundo del fútbol no es un accidente sino su esencia misma.

En el acto instintivo del presidente de la federación de fútbol expresaba un sentimiento de posesión; la copa del mundial era importante porque la habían ganado sus chicas. Para las clases parasitarias de las que el cargo del vivales don Rubiales es un paradigma, el placer no procede de la victoria en la cancha, del sudor y del esfuerzo, porque él seguirá en su puesto gane o pierda el equipo, sino en el dominio de las personas y las cosas que forman el tinglado que preside, y en la euforia del triunfo necesitaba emitir una señal universal, clara e inequívoca de quién era el jefe. Menos mal que no se le ocurrió extender su derecho de pernada a la reina doña Letizia o a la infanta don Sofía, que estaban a su lado y compartían la euforia del momento. Eso sí hubiera sido el final de todas las tradiciones, pero estos tipos conocen bien sus límites y ciñó la caricia a sus propios genitales, gracias a lo cual las tradiciones se mantienen largamente incólumes. No hay tradición sin orden.