Don Puigdemont quiere volver bajo palio de su exilio, fuga, destierro, espantá, vacaciones o como quiera llamarse. Ahí va la petición de principio para empezar a hablar del retorno: amnistía para los participantes en la asonada del prusés y referéndum de autodeterminación. Qué carajo, así terminan todas las guerras carlistas después de que se han perdido. Los oficiales sublevados contra la Constitución son repuestos en sus empleos y se restaura el fuero territorial, y así hasta la próxima carlistada. Algunas circunstancias han cambiado desde el siglo XIX: una malla jurídica uniforme envuelve a los países de Europa, el buen pueblo cambia a su antojo de gobernantes y de opinión cada equis tiempo y está proscrito el fusilamiento al amanecer. En estas nuevas circunstancias, don Puigdemont se ha desenvuelto con razonable éxito y un golpe de suerte le ha llevado de la inanidad en la que se despeñaba a tener la llave del futuro gobierno de España.

Junts es heredero de Convergéncia. Los que antes convergían en un objetivo común y discernible, ahora están apretadicos en medio del vacío, son menos y marginales. También ha mutado la operativa: don Pujol tenía claro que mientras llegaba la improbable independencia había que hacer caja; sus vástagos creyeron que la independencia era un juego de prestidigitación que podía hacerse en cualquier fiesta popular, lo intentaron y nada salió de la chistera porque se habían olvidado del conejo. Desde la independencia fake, los indepes andan a la greña entre la menestralía urbana y los propietarios rurales, y se ha reproducido un fenómeno histórico bien conocido: el carlismo es un movimiento transversal en el que hay ricos y pobres, y cuando fracasa en su empeño, que es siempre que lo intenta, los ricos se retiran discretamente a sus negocios y la clase de tropa se radicaliza. En esta parte del país que da al golfo de Vizcaya, los nietos de los requetés que sirvieron a la causa reaccionaria en el 36 han mutado en izquierda abertzale, ahora mismo en estado de reposo constitucional. La tradición liberal y progresista de Cataluña, que no tiene equivalente en el País Vasco, ha hecho que esta minoría sea en este momento la cuarta fuerza política de la región. El chiste radica en que sus siete diputados son necesarios para la formación de un gobierno ¡de izquierda! Y su voto ha de ser afirmativo porque ya no vale con la mera abstención.

Don Sánchez ha puesto a su lado a la mitad posibilista del independentismo, a la que se puede atraer con ofertas materiales –trenes de cercanías, inversiones varias- y la promesa de una mesa de diálogo que culminará sus objetivos ad calendas graecas, pero ¿cómo hacerlo con la otra mitad esencialista, que no se deja convencer por chucherías y está sumida en un sueño insomne? Un menestral votante de esquerrarepublicana, habitante de Barcelona o su entorno, puede estar interesado en el buen funcionamiento de la red de rodalies en la que pasa mucho tiempo y es imprescindible para aliviar su ajetreada existencia, pero ¿cómo convencer a un vecino de la parte alta de Barcelona que no usa el metro o a un campesino de Ripoll cuya única certeza es que él no vive en España? Los analistas de la cosa catalana quieren ver en el grumo de junts una parte esencialista y otra pragmática; la mala noticia es que esta segunda defiende los intereses de las clases pudientes y, en consecuencia, es detestada por la izquierda, como ya experimentó don Trías en la disputa por la alcaldía de Barcelona. En ese momento de fracaso, el candidato frustrado enunció el primer verso del himno que une al carlismo irredento: que us bombín a tots. Y ese tots incluye a don Sánchez, que va a tener que poner a prueba todos los recursos de su proverbial baraka. Pero eso ocurrirá después del verano.