A Ignacio Latierro y a la familia Recalde-Castells que mantuvieron encendido el faro de la librería Lagun en tiempos de barbarie

El cierre de la librería donostiarra Lagun, que sobrevivió a dos olas de barbarie libericida, de españoles muy españoles, la primera, y de vascos muy vascos, la segunda, más larga y dura, ha coincidido en el tiempo con el inicio de una nueva cruzada de censura institucional contra actos culturales activada por la ultraderecha muy, muy española en las localidades donde ha tomado el mando, de manera que podemos decir que vivimos en un bucle.

Las expediciones punitivas contra los artefactos culturales  apuntan en realidad a las libertades personales, no solo contra la elección de tal o cual libro o película, que eso sería remediable, sino contra las libertades que alientan bajo la piel de cada uno y nos son imprescindibles para vivir con dignidad, y la más notoria de ellas es la libertad sexual. Es también la libertad más perseguida por fundamentalistas de todo pelo, religiosos y laicos, como evidencian los actos de censura de los neofascistas voxianos. La cosa viene de antiguo. En los inciertos años setenta, cuando la vieja dictadura no terminaba de morir y  la nueva democracia no terminaba de nacer, los libreros lidiaban con la censura por arriba y por abajo. De noche, los encapuchados ametrallaban, incendiaban o embadurnaban de pintura las librerías y de día los libreros recibían lecciones de los funcionarios de la censura, una institución que en España se mantuvo a pleno funcionamiento hasta 1983.

La demanda cultural de la época era ambiciosa, desorientada y poliédrica. La curiosidad lectora navegaba por océanos de ignorancia acumulada en los más variados aspectos de la vida humana, desde la organización del estado hasta las relaciones de pareja, y los libros más requeridos eran prontuarios con títulos como Conceptos elementales del materialismo histórico o Técnicas sexuales modernas, que delataban la  necesidad de recuperar a toda pastilla el tiempo perdido. Muchos de estos títulos llegaban al mercado por vías clandestinas, aureolados por su condición de prohibidos, y los distribuidores los ocultaban falseando el título en el albarán de entrega. La idea de que los censores son imbéciles y no saben lo que hacen es un prejuicio de clase alta que estos días se ha vuelto a oír a propósito de las censuras voxianas, pero nada menos cierto.

Javier López de Munáin, amigo y maestro de libreros al frente de la librería El Parnasillo durante cuatro décadas, nos cuenta en el café de media mañana la ocasión en que una biblioteca municipal le pidió, entre otros títulos, La función del orgasmo, un librote inabordable del psiquiatra Wilhelm Reich, entonces de moda, quizá por la contundencia del título, que bien podría ser un tratado clínico sobre la disfunción eréctil. Nuestro amigo cuidó de no hacer demasiado obvio el envío y en el listado de títulos que debería examinar el censor lo registró como La función del organismo. Pero no coló y el libro fue rechazado. El censor era don Jaime del Burgo, un reaccionario, ancestro de los actuales voxianos,  jefe del requeté, conspirador y sublevado en sus años mozos contra la República, que fungió durante su vida profesional como acucioso historiador y pastor de lo que se debía saber o ignorar en esta remota provincia subpirenaica, en la que nadie en el poder, excepto él, parecía ser consciente de la importancia política de la cultura. El secretario del censor, don Larequi, se lo explicó así al taimado librero, nuestro amigo: Don Jaime es el único que conoce las necesidades culturales de los navarros. El censor es la encarnación terrenal del ojo de dios, que todo lo ve, y es un error creer que es imbécil. No lo es, sabe lo que quiere y, si puede, te jode. Esto quizá sea difícil de entender en la era de tiktok.