Homenaje a José Ramón Recalde, un resistente, un maestro.

(Este apunte data de noviembre de 2004 y comenta las memorias del autor, fallecido el pasado 17 de julio de 2016)

El 14 de septiembre de 2000, José Ramón Recalde, ex consejero del Gobierno Vasco,  abogado y profesor universitario, impulsor de la librería donostiarra Lagun, intelectual de izquierda y connotado antifranquista, recibió un balazo a quemarropa en la mandíbula disparado por un pistolero etarra que de milagro no acabó con su vida. Así arranca este libro de memorias. Recalde era la enésima víctima, por fortuna no mortal en este caso, de la mortífera campaña de  ETA contra personalidades políticas del PP y del PSOE en la que cayeron numerosos amigos y compañeros de lucha antifranquista y democrática del autor del libro, desde el ya lejano Enrique Casas (1984), hasta Francisco Tomás y Valiente (1996) y los que cayeron en las mismos meses en que Recalde fue atacado: Fernando Buesa, Fernando Múgica, Juan María Jáuregui, Ernest Lluch y José Luis López de Lacalle, entre los socialistas, y, en las filas populares, Gregorio Ordóñez, Miguel Ángel Blanco y el secuestrado Ortega Lara.

Nunca es fácil llegar a los setenta años, que es la edad que Recalde tenía cuando recibió el balazo, pero el estupor debe ser incontenible cuando después de una vida dedicada a la lucha contra la dictadura fascista y a la consecución de una sociedad democrática y pacífica, y cuando consideras que el objetivo ha sido cumplido después de innumerables sinsabores y desengaños (que en este caso incluye el implacable acoso de los violentos a la librería Lagun, de su propiedad), te conviertes en la  inesperada diana de un fanático que dispara contra ti a bocajarro en nombre de una iluminación política. Es, en realidad, un destino gandhiano, aunque sin la potencia icónica del líder hindú porque en este caso el crimen aparece envuelto en la ominosa y cotidiana confusión que en Euskadi  tiene la incesante violencia terrorista, tan fina y tan tenaz como el shiri miri que ha terminado por empaparlo todo. El libro funciona, pues, en el ánimo del escritor, pero también de los lectores, como un acta de supervivencia, de la que se da noticia desde el mismo título, de cariz forense: Fe de vida.

Un retrato intelectual

Por lo demás, estas memorias son menos la crónica de una peripecia vital, que, según confiesa el mismo autor, no sabría escribir, que su retrato intelectual. El interés radica en el carácter arquetípico de  ese retrato porque  la experiencia del autor identifica bien los anhelos, los afanes, las esperanzas y el desencanto de la primera, y casi oculta, generación de antifranquistas españoles después de la guerra civil. Lo que escribe Recalde es una reflexión política y moral sobre un pequeño número de episodios biográficos, que básicamente se resumen en dos: la militancia antifranquista en el Frente de Liberación Popular (el casi mitológico Felipe) y la posterior práctica política en el sistema democrático como aliado de los socialistas y consejero de este partido en los primeros gobiernos vascos de coalición. Recalde examina estos hitos de su biografía pública con una prosa contenida, introspectiva, analítica y proclive a la  abstracción. El lector aficionado al género memorialístico puede sentirse decepcionado porque encuentra poca información histórica novedosa, casi ningún juicio de valor sobre las personas, parcas  descripciones de hechos y situaciones, y muy escasas anécdotas. Recalde está además incapacitado para el humor y las pocas pinceladas que traza con esta intención resultan irremediablemente sosas; a menudo incluso, cuando se aventura en la ironía, lo advierte al lector, como si no confiara en que éste llegue a percibir el registro por sí mismo. En cuanto al ajuste de cuentas con otros personajes, que suele ser un ingrediente proverbial del género memorialístico español, Recalde no parece tener pendiente ninguna, y, si la tiene, carece de interés por saldarla en estas páginas. Con su característico tono mesurado, sólo de Manuel Fraga ofrece un comentario extenso y cabal, que debe ser ampliamente compartido por todos los españoles de bien que tengan más de cincuenta años, aunque pueda resultar sorprendente para los más jóvenes que sólo conocen al abuelete de andares de dinosaurio que mastica las palabras y preside beatíficamente Galicia y el PP.  También expresa su (justificado) desprecio por Alfonso Sastre y evoca, sin un solo calificativo y de pasada, la atrabiliaria y reaccionaria actitud de Jorge Oteiza. En todos estos casos, no resulta fácil negarle la razón a sus comentarios.

Estas pocas alusiones personales están a tono con el resto del libro, presidido, como ya se ha dicho antes, por un ejercicio de reflexión exento de voluntad vindicativa y de autobombo. En cuanto a la materia propia de las memorias, el lector se ve obligado a establecer dos registros de lectura: de carácter histórico para la primera parte, la referida a las andanzas e industrias del Felipe, y analítico en los capítulos que se dedican a la experiencia del Gobierno vasco y, sobre todo, a la tenaz pervivencia del terrorismo del que finalmente el mismo autor resultó víctima. Respecto a la primera cuestión, el análisis que Recalde ofrece de la peripecia del Felipe tiene un interés especulativo, ni siquiera testimonial porque, como se ha dicho más arriba, el autor no se detiene en la crónica. El Felipe fue una amalgama de jóvenes opositores al franquismo, como el propio Recalde, procedentes en su mayor parte de la burguesía y de ámbitos cristianos, que alcanzó una cierta organización y que como grupo opositor se encontró  pronto con un doble desafío a su pervivencia: la implacable represión franquista y la atracción que ejercían los partidos tradicionales de izquierda, principalmente el comunista, como instrumentos de mayor eficacia política. Recalde se detiene en los orígenes intelectuales de estos jóvenes cristianos, en las lecturas que los nutrían  (principalmente, autores  franceses, católicos y nacionalistas, como Mounier, Mauriac, Claudel o Bernanos) y relata las tribulaciones en la búsqueda de una conciencia que armonizara la libertad, la fe y la lucha política, que resultó pronto muy áspera y despiadada. El término filosófico que resumía esta situación era el de compromiso, propiamente dicho en francés, engagement, de origen existencialista pero del que se apropiaron los cristianos y los marxistas, y cuadraba bien para resumir aquellas actitudes juveniles antisistema. El término aludía a una voluntad de coherencia personal en relación con un objeto trascendente. Para los existencialistas, el compromiso era el armazón virtual del vacío, el modo de aceptar y vivir la libertad de acuerdo con la conciencia de la propia nada. Cristianos y marxistas adoptaron este arranque trágico (que para los primeros tenía su origen en el pecado o en la ausencia de la gracia, y para los segundos, nacía de la alineación provocada por el modo de producción capitalista) pero lo consideraron una palanca de proyección del individuo en un objeto superior, que era la comunidad o la sociedad transformada y libre de injusticia, en los cristianos, o la revolución, en los comunistas. Ya se advierte el hilván que unía estas tres posiciones, no tan antagónicas mientras hubo que enfrentarse al enemigo común del fascismo, sobre todo en las fases embrionarias en las que aún faltaba por descubrir muchos aspectos inéditos de la lucha política.

Recalde se demora en estos momentos de su formación cívica y política -que pueden resultar ininteligibles si no se está familiarizado con el brumoso clima intelectual de la España de la época-, buscando con certero instinto las fuentes de su quehacer público posterior, y, en efecto, la lectura completa de estas memorias revela el enorme peso que esta formación intelectual tuvo en él. Una página tras otra, lo que parece preocuparle no es tanto la realidad exterior cuanto la entereza y la coherencia de su tránsito por esa realidad. No se trata, desde luego, de una actitud narcisista ni autocompasiva, sino el fruto de quien está acostumbrado a examinar sus actos en relación con una moral que percibe superior, aunque no siempre las circunstancias permitan identificar con claridad sus exigencias. Al término del libro, el lector descubrirá que lo que ha leído no es sino un examen de conciencia que abarca toda una vida.

La oposición del silencio

Este vigoroso aspecto íntimo de las memorias de Recalde puede enturbiar la perspectiva histórica de lo que significaron las actividades antifranquistas de la generación del autor, que fue muy poco, en términos políticos.  A efectos prácticos, el Felipe no pasó de ser una precoz escuela de futuros políticos democráticos. Recalde lo recuerda y no parece muy de acuerdo con esta afirmación que, sin embargo, resulta irrebatible, y su propia biografía lo confirma. Conocí personalmente a Recalde en el año 1968 ó 1969, con ocasión de una conferencia que iba a dar en el colegio del Sagrado Corazón de Pamplona el mismo día que el gobierno de Franco había proclamado un estado de excepción, si la memoria no me engaña, y que por esa razón se suspendió la conferencia. En aquella época, el Felipe acababa de disolverse, aunque Recalde era ya un personaje de cierta notoriedad y, por lo que he leído ahora en sus memorias, en aquellos años dio bastantes charlas y conferencias, así que es posible que la de Pamplona fuera una de ellas. Lo que recuerdo de aquel acto frustrado es muy borroso. Estaba en él, sin duda como organizador, un pope de la oposición estudiantil pamplonesa de la época, Chema Balbás, y los asistentes no éramos más de un par de docenas de estudiantes y el ambiente era propiamente ominoso. En cuanto a mí, puedo recordarme de la misma manera que en otros actos de la “oposición democrática” de aquellos años, poseído de una mezcla de  exultación, que tendía a experimentar como una impostura, y de miedo pánico a la policía, que siempre tenía una consistencia muy real.

La experiencia de aquella nonata conferencia de Recalde en Pamplona, en un ambiente asfixiante y políticamente estéril, resulta un buen epítome de lo que fue la actividad opositora al franquismo en aquella época. La dictadura, como sabe hoy todo el mundo, conservó intactas sus instituciones y su talante represivo hasta la muerte del dictador, sin que ningún intento de reforma desde el interior del régimen ni ninguna actividad de la oposición llegaran a introducir la mínima corrección en su carácter reaccionario, totalitario y represivo. De hecho, la represión como actividad mecánica de un Estado dictatorial que parecía que no fuera a ser desmontado nunca, se prolongó algunos años después de la muerte de Franco, incluso después de aprobada la Constitución, tal vez hasta el frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Recalde recuerda como, pocas semanas después de la muerte de Franco, Javier Pradera (fundador y editorialista de El País) y él fueron acosados y apaleados por la policía en la glorieta de Alonso Martínez de Madrid por no seguir con suficiente diligencia las instrucciones de circular en determinada dirección cuando caminaban tranquilamente por la calle. Así fue la transición democrática, y los políticos que pudieron ejercer cargos en la democracia lo hicieron, no porque hubieran vencido los demócratas, sino por estrictas razones de edad, ya que a la muerte del dictador eran lo bastante jóvenes y dispuestos como para hacerse cargo del nuevo régimen,  y lo hicieron desde los  respectivos campos en que habían ejercicio el meritoriaje político: el propio régimen franquista (caso de Suárez, Martín Villa o de Fraga) y la oposición antifranquista (el mismo Recalde). Lo único que había cambiado eran las reglas de juego, y también las circunstancias sociales y doctrinales del momento histórico, tan distintas a aquéllas en las que los protagonistas de la democracia hicieron sus primeras armas. Recalde, por lo que cuenta, se mantuvo sentimentalmente fiel al estilo del Felipe, pero como consejero del Gobierno Vasco tuvo que ejercer desde las filas de un gran partido político, el socialista, que volvió a la luz con todas las virtudes y defectos del pasado, tal como las diagnosticó Robert Michels en los años veinte del siglo pasado. Recalde recuerda y deplora ciertas evidencias de la práctica del PSOE, y notoriamente, la corrupción, y, en relación con cierta discrepancia con el partido que le albergaba, escribe: “A mis sesenta y tres años, fui tan ingenuo como para haber puesto mi confianza en la capacidad renovadora de los partidos y más de los sindicatos” (pag. 322).

Historia y moral

Las reflexiones sobre el periodo constitucional en Euskadi y de los primeros gobiernos vascos son la materia de la segunda parte del libro y tienen dos ejes principales: la difícil relación con el nacionalismo y la violencia terrorista. Ambas cuestiones han terminado por aparecer interrelacionadas y hoy es difícil negar el vínculo que existe entre la ruptura social en Euskadi, patrocinada por el nacionalismo gobernante, y la violencia reinante en la calle. De modo que las opiniones de Recalde constituyen un patrimonio intelectual casi universalmente aceptado fuera del ámbito nacionalista. Sin embargo, plantean un problema moral y político que Recalde, una vez más, afronta con claridad y hondura. Ocurre que,  para llegar a este punto de creencia indubitable en la superior virtud del sistema democrático y de rechazo radical –y no sólo táctico o circunstancial- de la violencia, es obligada una revisión del propio pensamiento antifranquista en sus aspectos menos gratificantes. El primero, que ser antifranquista no implicaba ser demócrata; de hecho, los opositores  más activos y arriesgados a la dictadura estaban ideológicamente muy lejos de serlo. La segunda reflexión es que estos mismos antifranquistas –el Felipe, incluido- coquetearon con la idea de la violencia y la posibilidad de practicarla, lo que les incapacitó para resistirse a ella cuando fue activada por ETA.

Este tipo de examen de conciencia, extremadamente escrupuloso, se puso de moda a finales de los años noventa como marco intelectivo del pacto del PP y PSOE para ilegalizar las organizaciones políticas y civiles de ETA y frenar la deriva separatista del Gobierno del PNV, pero tiene una lectura a contrario, que halaga ciertas actitudes anidadas en el PP y que es muy inquietante. El silogismo dice más o menos así: puesto que la oposición antifranquista no era ni demócrata ni pacífica, las medidas adoptadas por el franquismo, además de legales, eran legítimas. Naturalmente, nadie se atreve a formularlo de este modo tan descarnado,  pero este tipo de razonamiento es el que ha tenido como efecto práctico que Melitón Manzanas, el policía de Irún, torturador (torturó a Recalde, por ejemplo, aunque su sentido de la verdad le obliga a reconocer que abandonaba la habitación cuando sus subordinados empezaban a golpearlo), más tarde asesinado por ETA, haya recibido una medalla póstuma al mérito civil, concedida por un gobierno democrático (del PP), como víctima del terrorismo. Recalde reconoce que celebró el asesinato de Melitón Manzanas y dice avergonzarse de ello (Pag. 196). ¿Por qué? ¿Qué libertad puede instaurarse si nos avergonzamos de nuestro júbilo por la muerte del tirano? Una cosa es que cierto sentido del decoro (que, en todo caso, no es exigible a quien ha padecido en su carne las sevicias de la dictadura) lleve a no hacer manifestaciones estentóreas y otra es que el hecho nos deje indiferentes o incluso nos lamentemos de que haya ocurrido. No guardo memoria personal del asesinato de Manzanas, pero sí del de Carrero Blanco, que también menciona Recalde,  y sé que no hice ninguna celebración (tal vez a causa de mi despolitización de entonces) ni jamás coreé  la jarana de  “Carrero voló”, y ni siquiera creo que fuera una acción determinante para la evolución del franquismo (asunto al que Recalde también dedica unas líneas de reflexión), pero no entiendo que pueda calificarse de acción lamentable o vergonzosa en las circunstancias en que tuvo lugar. La violencia es un atributo del poder político, aunque sea como monopolio legítimo, y en el caso del franquismo estaba en su origen, ilegítima, desproporcionada, cruel y sostenida, como estamos empezando a conocer en profundidad ahora, casi treinta años después de la muerte de Franco, con el desenterramiento de los fusilados en las cunetas, el recuerdo del trabajo forzoso y los campos de concentración, el exilio y todas las prolongadas miserias de aquel tiempo. No creo que valga la pena rechazar esta memoria para satisfacer un pacto con el partido que preside Fraga Iribarne, además de que cualquier intento de olvido sería objetivamente  imposible.

La opinión que refleja Recalde tiene una lógica irrebatible y es moralmente admirable, además de que ha aflorado en un particular momento histórico de saturación de la violencia terrorista y la hace un demócrata cabal y comprometido que acaba de ser tiroteado por un terrorista en nombre de una retórica de izquierdas -que es como se predica a sí misma ETA- y como parte de una lucha contra la opresión que se desencadenó bajo el franquismo y que, atrozmente, aún continúa. Pero también tiene una deriva inquietante, que podría formularse más o menos así: puesto que la violencia de ETA es un mal absoluto (y ciertamente lo es, o se ha convertido en ello), hay una culpabilidad colectiva que todos debemos expiar en alguna medida cuya dosificación administran políticamente quienes se han erigido en administradores de la misma. La gravedad de la contrición de Recalde y de otras gentes en su posición radica en que puede arrastrar lo poco que queda de legitimación de la cultura antifranquista, que es, o debiera ser, el fuste del actual régimen democrático. La Resistencia francesa llevó a cabo torturas y ejecuciones extrajudiciales de colaboracionistas, que luego se han conocido y documentado, sin que por ello a nadie se le ocurriera decir que el asesinato de un soplón de la Gestapo (lo que era, por ejemplo, Melitón Manzanas) era un acto condenable y el soplón un ciudadano merecedor de una medalla al mérito civil. La locura que preside la situación vasca  nos lleva a todos a ver la  razón reflejada en un espejo deformante. La dificultad radica en reconocerla.

Esta locura aparece, en clave de involuntario humor, en la anécdota que ocupa el penúltimo capítulo del libro, en el que el autor relata la visita que le hizo el lehendakari Ibarretxe al hospital donde le atendían de las heridas provocadas por el atentado. Recalde cuenta la escena con extrema contención, para evitar que el tétrico humorismo que contiene pudiera imputarse a sus palabras y no a los hechos. A pesar de las recomendaciones de mesura que hizo Recalde a su mujer e hijos, éstos reprocharon al lehendakari la persecución que padecían los socialistas y populares en Euskadi, y la política del nacionalismo gobernante, a lo que el inefable Ibarretxe respondió dirigiéndose al hijo de Recalde: “Mira, Andrés, no te lleves esa imagen de nosotros, que aquí, en el País Vasco, se vive muy bien”.

Esta delirante anécdota, cargada sin embargo de un hiperrealismo brutal, cierra las memorias cuyo relato se había iniciado con el atentado contra el autor. En el epílogo, el libro cambia de tono y el autor evoca el verso final del Inferno cuando Dante reconoce con agradecimiento que vuelve a ver las estrellas. El lector comprende que la supervivencia física del atentado a la que alude Recalde  es una metáfora o transfiguración de la resurrección cristiana. El examen de conciencia sólo de una manera convencional ha sido posterior a la penitencia del atentado, ya que forman parte del mismo sacramento, también en este libro. De este modo, también, se cierra un itinerario vital. Recalde ha relatado en la primera parte del libro su desafección de la filosofía de culto al fracaso, que destilaban los escritos de Bernanos y de otros escritores católicos, nutrientes de la agónica ideología de los felipes (pags. 64 y 76 a 86), para abrazar un compromiso político más esperanzado y eficiente, y se pregunta, ¿era necesario que para salvar nuestro mensaje cristiano desarrolláramos dosis tan grandes de masoquismo? Dejando aparte la alusión al masoquismo,  que es un mero énfasis, el lector se pregunta si, trescientas páginas después de hacer la pregunta, ésta ha obtenido respuesta y se ha disipado la conciencia del fracaso radical de cualquier aventura humana que no esté guiada por el oportunismo y la banalidad. El hombre que yace en la cama del hospital ha sido torturado y encarcelado por la dictadura, más tarde acosado por el nacionalismo radical en la democracia que ayudó a instaurar y, por último, tiroteado cuando ya es un viejo. Al abrir los ojos ve las estrellas, pero también escucha la inefable patochada del presidente del gobierno de su país.

En las primeras páginas del libro, Recalde narra su estancia en la cárcel franquista y a este propósito incrusta en el relato un texto escrito en la celda y que se guardaba con su expediente penitenciario hasta que lo rescató su amigo Enrique Múgica cuando fue ministro de Justicia. Estas cuartillas constituyen un intento de ordenar el tiempo vacío del aislamiento carcelario y establecer un programa de precarias actividades (aseo, gimnasia, desayuno, rezos, etcétera) obsesivamente descritas, que den sentido al tiempo que pasa, es decir, que sirvan para convertir en persona a un individuo inmerso en una circunstancia radicalmente deshumanizada. El estilo de este escrito juvenil y carcelario es literariamente magnífico, vigoroso y resuelto,  distinguible del tono de resto del libro, con el que sin embargo guarda una perceptible afinidad. En ambos casos, la escritura intenta ordenar los actos de la existencia y reafirmar la libertad del individuo frente al orden impuesto por la fuerza bruta. Concluye Recalde esta parte (pag. 39): “Hasta aquí llega el texto, no recuerdo ahora si interrumpido voluntariamente, si confiscado cuando había llegado a ese momento, o si mutilado por desaparición de alguna página”.