En una famosa escena de la legendaria película Espartaco  (Stanley Kubrick, 1960), el patricio romano Creso (Laurence Olivier) intenta seducir a su esclavo Antonio (Tony Curtis) y le pregunta si le gustan más las almejas o los caracoles. En realidad, en el original se dice ostras, pero el boca-oreja celtibérico lo ha reducido a almejas, más racial y común entre el público local. Sean ostras o almejas, el sentido es el mismo y la pregunta del patricio da lugar a un breve diálogo moral con su esclavo sobre las preferencias por uno u otro manjar en el que se concluye que es cuestión de gustos y el gusto no es una cuestión moral, y, por si hubiera quedado alguna duda, el patricio subraya que a su soberano gusto le placen por igual los caracoles y las ostras.

Los censores hollywoodenses del código Hays se coscaron del sentido de la charla amo-esclavo y proscribieron la escena no sin antes ofrecerle al director la alternativa de que sustituyera los manjares originales por alcachofas y trufas. Kubrick y el productor Kirk Douglas se negaron al cambalache y la escena desapareció del metraje y no fue recuperada hasta treinta años después; hoy está universalmente disponible en internet.

Este episodio de la cultura del siglo XX, dicho sea con toda solemnidad, destila varias  enseñanzas. La primera, que los censores no se sintieron escandalizados por el abismo político y social que separaba a los participantes en un diálogo de apariencia igualitaria en el que, de hecho, el esclavo estaba a merced del gusto del patricio. Los censores defendían una democracia en cuyo nacimiento eran compatibles la esclavitud y un puritano rigor moral dirigido a mantener la cohesión del grupo dominante. ¿Y qué hay más disolvente para el grupo que la elección entre ostras y caracoles? La segunda enseñanza de este episodio radica en que lo que llamamos moral a menudo no es más que palabras; cambiamos los caracoles por alcachofas y las ostras por trufas y cambia la apariencia del plato, no el apetito que nos lleva a él.

La resolución de los censores hollywoodenses es un arma análoga al bonete de los padres escolapios, que pastorearon nuestra infancia y que lo interponían en el haz de luz entre la ventanilla de proyección y la pantalla del cine colegial cuando el chico besaba a la chica, lo que por supuesto excitaba aún más a la chiquillería que ocupaba la platea.  La censura, ya sea un bonete casposo o una resolución gubernamental, confunde, emborrona, interrumpe el hilo del conocimiento y, por último, nos embrutece.

Los viejos del lugar pensamos en ello con ansiedad cuando asistimos a la ola de censura de actos culturales en localidades donde las nuevas autoridades neofascistas han tomado posesión de la vara de mando, y aún más asombroso es la laxitud y aquiescente silencio con que los savateres y las valcárceles, que han presidido el saber de estos cuarenta últimos años, aceptan este  hecho. Claro, que ellos no esperan ser censurados; au contraire, aún serán agasajados un poco más en su venerable ancianidad para darle vitola liberal al régimen que viene.

Howard Fast, el autor de la novela Espartaco, y el guionista de la película, Dalton Trumbo, fueron comunistas, condenados sin delito tangible por actividades antiamericanas (pálpense la ropa los sospechosos de antiespañolismo), penaron en la cárcel y fueron expulsados de sus gremios profesionales. Dalton Trumbo  escribió  este guion en la clandestinidad, como muchos otros que salieron de su máquina de escribir y dieron dinero a la industria, algunos muy exitosos y premiados, como Vacaciones en Roma y El Bravo. Estimado lector, piensa en Audrey Hepburn si con tu voto te propones derogar el sanchismo. No vaya a ser peor el remedio que la enfermedad.