Un amigo me hace llegar una cuestión avivada en cierto debate de izquierda en el que se pondera el gesto facial en los mensajes políticos. La discusión viene ilustrada por un vídeo de don Pablo Iglesias en faena mitinesca y su meollo está en discernir por qué este personaje siempre parece enfadado. La respuesta del podemita es que los temas que reivindica su líder son muy serios y es difícil no cabrearse cuando se formulan, a la vez que ataca a doña Yolanda Díaz: tampoco es adecuado sonreír siempre, ese tic le resta credibilidad.

Estamos, pues, en el punto en el que la política es una cuestión de semblante. Pero no conviene bromear sobre el asunto. La presentación del mensajero en el escenario despierta emociones que preceden y condicionan la intelección del mensaje que porta, y este hecho se traduce en un oficio que da empleo a muchos asesores y expertos en comunicación política. La dificultad en este tiempo de confusión y de identidades múltiples y tornadizas es encontrar un semblante que sea confiable y diáfano para la mayoría de la sociedad. Una vez más, no es fácil.

¿Qué encanto tienen tipos como don Abascal, con su aire de matón de discoteca, o su colega don Feijóo, que parece un opositor a notarías que no se sabe el temario, para alcanzar la probable mayoría que les dará el gobierno? A sentido contrario, ¿por qué un tipo como don Sánchez al que todas las madres querrían tener como yerno y que ha obtenido notorios y tangibles éxitos políticos es presentado a la imaginación del común como el proveedor de las plagas de Egipto a las que llaman sanchismo?

Pero volvamos a la dicotomía Pablo/Yolanda o podemos/sumar que ha dado lugar a esta reflexión. Enric Juliana alude de pasada a este tema en su crónica dominical, en la que puede leerse: Han escogido [las dos izquierdas] un chivo expiatorio: Irene Montero. Ahora todo lo que le ha ido mal al Gobierno será culpa de la joven ministra Montero, cuyo principal pecado ha sido la enemistad con el sentido del humor. Ya está en el cadalso con la letra escarlata. Y más adelante el mismo cronista escribe: En abril, Yolanda Díaz, exquisita, aún no sabía con quién haría campaña en Valencia. No son difíciles de entender los resultados del 28-M.

De estas dos citas interesa destacar los calificativos: enemistada con el sentido del humor (Irene) y exquisita (Yolanda). Los adjetivos calificativos son la sustancia lingüística de este tiempo en la que la realidad se construye con emociones, y las otras partes de la oración, antaño principales, el sujeto y el verbo, han quedado relegadas, respectivamente, a la condición de máscara y de gesto. En la política, la mesa de negociación se ha sustituido por el plató de televisión y los argumentos estampados en  el papel por ocurrencias digitales en tuiter, así que para saber de qué creemos estar hablando hay que echar mano de los adjetivos y nada hay más adjetivo que el semblante. La buena noticia de los adjetivos es que pueden ser muy creativos. Desde esta premisa, intentamos entender la crisis irresuelta de la izquierda/izquierda. Veamos.

El ceño de don Pablo Iglesias es la marca de Podemos. Todo en él y en el partido tiene un cariz cuaresmal que se resume en el color morado de su bandera. Iglesias es castellano y esa mezcla de austeridad indumentaria, sequedad expositiva y rigorismo moral, aureolado (antes) con la célebre coleta de profeta del yermo, le convierte en un predicador antipático en una sociedad banal y distraída, y a su partido, en una secta. El círculo humano que le rodea tampoco ayuda a normalizar la percepción del conjunto. Un puñado de seguidoras ensimismadas entre las que nuestra paisana doña Ione Belarra parece una monja de la orden de Teresa de Calcuta con la característica mezcla de amor a la humanidad humillada y de fanatismo doctrinal; un gran inválido, cuya inteligencia está siendo dilapidada, es el contraste masculino del grupo con algún otro friqui como el portavoz de Castilla y León, con sus lacias melenas rubias, que parece salido de un descarte del casting de Jesucristo Superstar. Este cuadro condena a Podemos a la marginalidad porque hace sentir a la mayoría culpable  de no ser lesbiana, trans, negro, inválido o simplemente friqui, y nadie vota a un partido para redimirse de una culpa que no reconoce. Esto es política, no ejercicios espirituales.

Doña Yolanda Díaz intenta superar estas limitaciones y se ha ido al extremo contrario. Ataviada de blanco eterno como un cerezo primaveral, esgrime frente al ceño perpetuo la sonrisa indeleble; contra la doctrina mineral, la evasiva gaseosa; frente a la discordia, la fraternidad de un picnic; frente a la cuaresma, el adviento. En fin, le queda una tarea ciclópea porque tiene que pastorear quince partidos, cada uno de su padre y de su madre, cientos de familias y grupúsculos políticos encantados de haberse conocido y un sinnúmero de individualidades con pujos de originalidad para componer un discurso y una oferta política integradora en la izquierda y razonablemente aceptable para la mayoría de la sociedad, y no le va a bastar el buen rollo. Pero, de momento, la izquierda/izquierda ha elegido la sonrisa y desechado el ceño. Ya veremos cómo le va.