Cuando este viejo tenía doce o trece años –en el verano en que nos enamoramos de Tous les garçons et les filles de Françoise Hardy- asistió a un campamento scout en el paraje de Roncesvalles en el que también estuvo Juanjo Aquerreta, tres años mayor que el narrador de esta historia. Entonces ignorábamos que nuestro compañero Juanjo era un superdotado en el arte del lápiz y el pincel que conseguiría el premio nacional de las artes plásticas porque lo que vimos de él es que padecía un dolor de muelas que le hacía ir de aquí para allá, inclinada la cabeza y apoyada en la mano derecha mientras empuñaba con la izquierda una hachuela con la que cortábamos la leña para los fuegos de campamento, y de esta sufrida guisa pasó los diez o doce días de vacación rechazando las ofertas que se le hicieron para volver a casa y ser tratado adecuadamente por un dentista. Al término de la aventura, los jefes del campamento entregaban reconocimientos a los acampados que habían destacado en las actividades programadas. Juanjo no había cortado ni una ramita con su hachuela pero había sido tan notorio su padecimiento que recibió el título de scout más sacrificado. Curiosamente, su sacrifico no era acorde con la doctrina scout, que exige que esté dirigido a servir a los otros y no a la propia contemplación. De hecho, este viejo ya se preguntó entonces si el dolor de muelas, tan intenso y ostentoso, no había sido una impostura.

En la exposición que el museo de la ciudad ha dedicado a Juan José Aquerreta, el viejo se ha visto asaltado ante sus lienzos y esculturas por la misma mezcla de aflicción y narcisismo de aquel boceto viviente con el que compartió campamento en Roncesvalles sesenta años atrás. También la cabeza doliente, terca a fuer de repetida, ocupa buena parte del espacio de la exposición. La cabeza inclinada sobre el hombro se convirtió en su característico gesto del artista transeúnte por las calles de la ciudad, cuando decidió no saludar a los conocidos con los que se cruzaba para eludir un indeseado asalto a su solipsismo.

El visitante del museo es recibido por una muestra de arte ensimismado, silencioso, agónico. Los paisajes son planos, sin perspectiva, despojados de anécdota, de colores fríos y tenues, velados por una suerte de neblina, como si guardaran un misterio a cuya revelación el espectador, por último, no tiene derecho. Las frutas y copas de los bodegones están distantes unas de otras sobre la mesa en la que se posan, celosas de su soledad, algunas de un vivo color en medio del blanco ceniciento dominante en el lienzo y al que parecen condenadas. Las figuras humanas son hieráticos adanes a los que diríase que se les ha insuflado la culpa antes que la vida. Y los autorretratos, repetidos, insomnes, cabezas macizas, elementales e impenetrables en las que destacan las pupilas de los ojos, dos botones de antracita que arden en una mirada interrogativa y desolada.

En este angustioso vacío el artista  encuentra consuelo en la religión cristiana, en el regazo de la madre virgen y junto al cristo sacrificado. El espectador recuerda que en una de sus primeras exposiciones, varias décadas atrás, presentó un crucificado desnudo, despojado del pudoroso taparrabos de la iconografía tradicional, sumido en la oscuridad del fondo del lienzo, el rostro desencajado y el cuerpo atrozmente ultrajado por pinceladas recias y feroces. Los lienzos religiosos de este último periodo carecen de patetismo; al contrario, son plácidas representaciones del amor materno al estilo de los iconos orientales, lo que autoriza al artista a utilizar colores brillantes, como el dorado y el rojo, vedados en el resto de la obra expuesta.

Entre las madonas bizantinas cuelga un retrato de su madre pintado en los años sesenta, de estilo figurativo tradicional pero técnicamente impecable y de una densa calidez. El espectador siente una punzada de emoción porque recuerda a la modelo como una mujer vigorosa y atenta cuando la conoció. Fue en la casa familiar, un pequeño piso en el  barrio del Mochuelo, a donde su hijo artista llevó al amigo para enseñarle su obra en marcha y algunos álbumes de arte que atesoraba. La pasión por la pintura y un irremediable desamparo existencial han sido quizá los polos de tensión en la biografía de Juanjo Aquerreta y la exposición que ahora le dedican en su ciudad ofrece una síntesis del resultado. Pero no es arte para viejos; no, al menos, para este viejo.