Mientras Italia celebra la fiesta que conmemora el fin del fascismo y la implantación de la actual democracia parlamentaria, acaecida el veinticinco de abril de 1945, aquí trasladamos por cuarta vez  los restos mortales del fundador del fascismo español de una tumba a otra. En términos de historia democrática, Italia nos lleva setenta y ocho años de ventaja, tiempo en el que el ausente, como dice la leyenda, no ha dejado de estar presente. Cinco tumbas consecutivas es un viaje prolijo y azaroso incluso para un difunto, en el supuesto de que en el féretro que varias generaciones de españoles han llevado a hombros haya algo más que aire pestilente.

La ceremonia parece la enésima celebración del gusto funerario nacional, después de las procesiones de semana santa en las que los cristos y las vírgenes sufrientes son de mentirijillas; los que están jodidos son los costaleros que las llevan a hombros. El fascismo español fue agrario y muy católico y entendía que para que la patria resucite ha de morir primero. Ese rasgo da a sus liturgias un tono nocturno y funeral que contrasta vivamente con el de los fascismos alemán e italiano, triunfalistas y pintureros. Claro que ni italianos ni alemanes tuvieron que liquidar a tantos compatriotas para llegar al poder. No es lo mismo invadir Abisinia o Polonia que limpiar tu pueblo de desafectos y dejar los despojos en la cuneta a la salida del pueblo bajo un palmo de tierra.

La carrera del ausente ha sido la propia de una estrella del pop celtibérico, con más mérito porque la hizo estando ya muerto: comienzos difíciles, fama incontestable y luego un lento declinar hacia el olvido del que se ha visto rescatado por una horas en el telediario, como en esos reportajes que evocan a Lola Flores o a Concha Piquer. La estrella del día fue un joven abogado metido en política para reivindicar el nombre y la obra de su padre, el dictador don Miguel Primo de Rivera, e hizo el ingreso por la puerta que tenía más a mano para sus querencias y aptitudes: el fascismo rampante de la época. Recibió ayuda de Mussolini, conspiró contra la República democrática, azuzó a los suyos para que utilizaran la dialéctica de los puños y las pistolas y tuvo la mala suerte de estar en territorio republicano cuando se produjo el golpe militar; fue juzgado por un tribunal legal, condenado a muerte y ejecutado. Este lance selló su destino porque convirtió en víctima a quien de haber vivido más tiempo hubiera sido verdugo.

La importancia real del fascismo en el golpe contra la República fue marginal porque el núcleo duro era una amalgama de militares, monárquicos y clérigos, pero el dictador triunfante comprendió (era muy listo para eso) que tenía que satisfacer a sus fanatizados socios minoritarios y a la vez dar una aura mística a lo que había sido una brutal y sangrienta toma del poder (eso también es muy católico: santificar a los pecadores, si son de tu banda), y a tal fin decretó su enterramiento en El Escorial y el consiguiente traslado procesional desde su tumba en Alicante hasta donde reposan los reyes que en España han sido. Luego, erigido el mausoleo de Cuelgamuros, el monumento funerario más grande del mundo dedicado a la memoria de un general de 1,63 metros, este llevó al ausente para que le sirviera de coartada por toda la eternidad. Una eternidad que acabó ayer.

El traslado del féretro se hizo con la discreción típica de estos actos en tiempos de barullo mediático y unas docenas de fieles vociferaron contra la decisión del traslado. Los tipos, mayoritariamente hombres talludos e iracundos –votantes voxianos, para entendernos-, tuvieron ocasión de dar rienda suelta a sus emociones de hinchas de fútbol y eso fue todo. Entretanto, el fascismo ha vuelto; en Italia está en el gobierno y aquí, cerca, y no parece que vaya a necesitar al ausente para alcanzar sus objetivos, aunque nunca se sabe, a lo peor aún asistiremos a otro traslado del féretro desde el cementerio de Carabanchel al jardín del palacio de La Moncloa.