Hace apenas un mes, un portavoz sionista calificó ruidosamente a la alcaldesa de Barcelona, doña Ada Colau, de mentirosa y antisemita. La causa fue la decisión de la alcaldesa de suspender el hermanamiento de su ciudad con Tel Aviv. Dejemos de lado si la decisión de la edil fue acertada o no, o meramente opinable. Los hermanamientos municipales son de ordinario asunto local y de poco fuste pero, cuando se trata de Israel, adquieren una dimensión existencial, o, si se quiere, bíblica porque, en efecto, la Biblia está por medio.

Mentiroso y antisemita son calificativos rutinarios en la retórica sionista. El primero quiere desautorizar cualquier argumentación que no se asimile a la mitología histórica oficial del estado de Israel; el segundo es más grave, si cabe, y tiene un carácter derogatorio porque alude a una enfermedad genética del cristianismo europeo, aún no conjurada del todo, que ha dado lugar a episodios monstruosos que nos cubren de vergüenza y de culpa. Pero, ¿es antisemita cualquier crítico del estado de Israel? Algunos acontecimientos de estos días invitan a desmentirlo.

Los israelíes se han manifestado contra el proyecto del gobierno del señor Netanyahu de supeditar el poder judicial a los designios del gobierno, una maniobra que no tendría un pase en la actual Europa (excepto en Hungría, por ahora). El antropólogo y escritor Yuval Noah Harari explica las razones de esta protesta. El gobierno israelí actual,  dependiente de los partidos religiosos, puede emprender esta maniobra porque tiene mayoría absoluta en el parlamento e Israel es un estado sin constitución, y lo es por las mismas razones, presuntamente religiosas, que ahora influyen en la deriva del gobierno. Cuando se fundó el estado en 1948, la ortodoxia judía impidió la constitución porque en su creencia la única ley de leyes posible es un atributo de dios.

Israel se rige por un sistema legislativo que los españoles de cierta edad podemos reconocer porque lo experimentamos en la dictadura franquista, e incluso tiene el mismo nombre. Es una serie de leyes fundamentales -pseudocapítulos de una constitución inexistente-  promulgadas a lo largo de tiempo para responder a las necesidades políticas y militares del bando vencedor en una guerra perpetua; en este caso, la ocupación de Palestina. Las materias que regulan estas leyes fundamentales y la cadencia temporal con que han sido promulgadas son reveladoras: la primera ley fundamental (1958, diez años después de la fundación del estado) reguló el parlamento, es decir, la asamblea del demos judío (1958); luego, por este orden y en distintos momentos entre 1958 y 2018 cada ley fundamental regula: la definición del territorio, el presidente y el gobierno, la economía del estado, el ejército, Jerusalén como capital, el sistema judicial (1984, repárese en que la justicia aparece en octavo lugar de las prioridades regulatorias, treintaiséis años después de la fundación del estado), el órgano supervisor de la administración (primeros indicios de corrupción), los derechos de la ciudadanía (en décimo lugar, 1992-1994), el referéndum (2014, para evitar que un gobierno pueda devolver por propia decisión los territorios ocupados) y, por último (2018), la declaración de Israel como el estado-nación del pueblo judío. En esta última ley fundamental, los israelíes entronizan para sí mismos el nacionalismo étnico del que fueron víctimas en Europa durante cinco siglos, desde la expulsión de los judíos de España (31 de marzo de 1492) hasta la conferencia de Wannsee (20 de enero de 1942) que impulsó la aniquilación de los judíos europeos, los únicos judíos demográfica y culturalmente relevantes en el mundo.  

El sionismo es contemporáneo de otros nacionalismos europeos de principios del siglo XX, en los que so capa democrática se trataba de crear sociedades uniformes de base cultural, étnica o religiosa, y responde a la necesidad de encontrar un lugar seguro para los judíos contra el hostigamiento de que eran objeto. Los sionistas hallaron apoyo a sus propósitos en un antisemita. La famosa declaración Balfour (1917) que señala a Palestina como hogar judío fue concebida por las élites cristianas como una solución para sacudirse de encima a esta minoría indeseada en una época en la que los estados imperiales europeos podían repartirse el mundo sobre un mapa.  Después del Holocausto, el efecto de la titubeante solución Balfour se convirtió en una marea imparable. Como millones de otros emigrantes europeos antes que ellos, que también buscaron en tierras lejanas y ajenas la seguridad que no tenían en sus países de origen, los judíos arribaron a Palestina con un eslogan tan atractivo como falso: una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra. Fue una operación colonial típica en un momento en que el colonialismo europeo se extinguía y los pueblos colonizados revertían el sentido de la historia. Llegados a la tierra prometida, que sí estaba habitada, los recién llegados expulsaron a los naturales del país y tuvieron que armarse hasta los dientes  y dotarse de una mitología nacional antes que de una constitución, cuya ausencia ha terminado por dividir a la sociedad israelí en colonos fanáticos en pie de guerra y ciudadanos que quieren vivir en una sociedad democrática normalizada. Este el contexto de las descalificaciones recibidas por la alcaldesa de Barcelona.