Amancio ha muerto. Léase, pues, esta entrada como una elegía a los héroes del balompié. Manuel Vázquez Montalbán. culé aacreditado, decía que lo que mantiene unida a España es la liga de fútbol. Entidades locales interactúan en una cancha estándar, regida por reglas simples e iguales para todos, ejercitan la sana competición y el deseable liderazgo en pos de un trofeo simbólico con el que el buen pueblo se mantiene entretenido de manera razonablemente inocua. El fútbol ha demostrado por ende ser el deporte más maleable y adaptativo a los vertiginosos cambios sociales que hemos experimentados desde nuestros abuelos.

La primera gran mutación de este deporte se produjo cuando la clase obrera se lo arrebató a los aristócratas ingleses que lo practicaban. El Espanyol de Barcelona se llama así porque el Barça lo fundaron senyorets ingleses; nada que ver con unionistas y separatistas. La apropiación popular del fútbol fue una acción prometeica de un tiempo en el que el progreso era un anhelo respetable. El buen pueblo encontraba una causa que le aliviaba del tedio bíblico del séptimo día y a la que podía adherirse sin que los guardias le molieran la espalda. El punto de crisis llegó en los años ochenta, a principios del desbarajuste neoliberal, cuando empezaron los despidos masivos en las industrias obsoletas y los clubes tuvieron que enjaular a sus aficiones en el estadio, detrás de altas vallas de alambre que las separaban del césped. Ahora estamos en otra onda.

Los observadores más sesudos afirman que el fútbol expulsa a la clase obrera de sus dominios. La tesis de este escribidor es que la clase obrera se diluye en una difusa y falsa clase media a la que apelan los políticos y nadie encuentra. Hay más tiempo libre y más ex trabajadores aplatanados frente a la tele, lo que significa que hay más campeonatos de fútbol, ligas y liguillas, copas y copillas, y el gran dinero se dispone a privatizar el fútbol, como los obispos inmatricularon la ermita del pueblo,  para emitir su resplandor por televisión. Los tifosi, hinchas, supporters, etcétera, quedan convertidos por arte de magia en espectadores premium del juego en manos de árabes que han encontrado petróleo bajo las pezuñas de sus camellos. A los arcaicos hinchas les queda un derecho y una oportunidad. El derecho a aparecer durante quince segundos en el programa de don Pedrerol para dar su opinión sobre el partido que ha jugado el equipo cuya bufanda ostentan alrededor del cuello. Y la oportunidad de que su hijo sea la reencarnación viviente de Messi, lo que explica la máxima tensión y violencia que reina entre los progenitores en las gradas de los partidos infantiles, preocupados por engrasar el ascensor social para sus alevines.

La unidad nacional vislumbrada por Vázquez Montalbán tenía, y tiene, una arquitectura discernible e inmutable. El poder marmóreo del Madrid en el centro y  el zigzagueante y agónico Barça en la periferia, alrededor de los cuales flotan los demás clubes de la liga sin que su suerte merezca otra atención que la que les presta el periódico de su provincia. A Madrid y Barça se les atribuyen rasgos que cuadran con el rol que les ha dado la historia; es el adeene, dicen los jugones chiflados de don Pedrerol. El Madrid se levanta, no se rinde, tiene hambre de victoria, es una mezcla de defensores de Numancia y conquistadores de Indias en la misma tacada. El Barça es el fenicio del jogo bonito, el tiqui-taca y las remontadas agónicas. El primero levanta un colosal estadio en el entorno político y económico más corrompido del país; al segundo lo descubren pasando un sobre a los árbitros para garantizar su neutralidad. Es, tal cual, el argumento de La escopeta nacional de don Luis García Berlanga.

Epílogo: Pero el fútbol saldrá de esta. Ahora que nos prometen la tercera gran guerra europea, con menudeo de bombas atómicas, podemos imaginar un paisaje post apocalíptico en el que dos niños, o un niño y una niña, él negro y ella blanca, o viceversa, dan patadas a una bola de trapo para encajarla entre las jambas de una puerta que ha sobrevivido al aplanamiento de la ciudad, y a unos pocos metros podemos ver a don Florentino detrás de una ruina pulsando nerviosamente una calculadora de bolsillo.