Pocos objetos comunes connotan la felicidad como un globo. En el caso más corriente, evocan una fiesta familiar, pero cuando ascienden en el aire se desvanecen en el ámbito de los sueños. A mediados de los cincuenta del pasado siglo, el cineasta francés Albert Lamorisse realizó El globo rojo, un mediometraje que contaba la amistad y la complicidad de un niño de cuatro años (interpretado por su propio hijo) con un gran globo por las calles de París. La vulnerabilidad no es el menor de los encantos del globo; el más ostentoso y musculado de ellos, el zeppelin, ardió como una tea. Un malasombra es el tipo que revienta los globos con la punta del cigarrillo.

De esta guisa ha terminado el globo chino que recorría los cielos de Estados Unidos dizque espiando lo que había en el suelo. Un enorme globo de color metálico, pacífico y bonancible,  que volaba a gran altura y que, de repente, despertó las sospechas de las autoridades de Washington, provocó la suspensión de una visita oficial a Pekín, sacó de sus casillas al mando militar y por último, pum, fue derribado sobre el Atlántico. Lo que sabemos de la versión china es que se trataba de un globo de investigación meteorológica, pero, amigo, deberías saber que a este lado del río Pecos primero se dispara y se pregunta después. No puedes fiarte de los chinos, que son muy traicioneros, como sabemos por las películas de Fumanchú.

La muerte de un archiduque activó la espoleta de la primera guerra mundial, ¿quién sabe si el derribo de un globo no cumplirá la misma función respecto a la tercera? En 1914, la relación causal entre el asesinato y la guerra no fue inmediata ni obvia; las potencias beligerantes se tomaron su tiempo para evaluar el suceso y calcular la respuesta; luego, una cosa llevó a otra hasta los diez millones de muertos y veinte millones de heridos y mutilados por procedimientos casi artesanales -ametralladora, alambradas y tanques como latas de sardinas-, según los estándares actuales. Quizá el progreso posmoderno sea eso: mínima provocación, máximas consecuencias: se pincha un globo para empezar y se cuentan varios cientos de millones de muertos para terminar.

En la oscuridad del laberinto de Ucrania se oyen voces explicativas entre las que menudea el psicologismo aplicado al agresor Putin, que, según este diagnóstico, sería una personaje inseguro, resentido, rencoroso,  etcétera. Pero, ¿qué hay de Biden al otro lado de la divisoria? Seguro que es un abuelo cariñoso y cuenta unos chistes muy buenos en la cena, pero teme que la vejiga no aguante toda la reunión, que el pie tropiece en la alfombra al dirigirse a la mesa del despacho, que se le caiga la moquita mientras se cala la gorra de comandante en jefe, que se lleve a casa papeles de expedientes secretos creyendo que es el periódico del día, que no recuerde el nombre del interlocutor con el que está hablando o que olvide que ya no está bien visto tocar el culo a la secretaria. ¿Podría un hombre en este estado de declive biológico y cognitivo creer que un globo meteorológico es un ataque a Pearl Harbour?

Entretanto, otro globo de las mismas dimensiones y características sobrevuela Sudamérica. Va a resultar que es de verdad un artefacto de uso meteorológico porque, si es un espía, ha marrado el rumbo.