¿Qué historia?, ¿qué memoria? Ambas preguntas subyacen al esfuerzo continuo de remoción de los recuerdos, la búsqueda insomne o el encuentro accidental de registros documentales referidos a hechos alojados en nuestra cabeza sin que podamos estar seguros de que ocurrieran de verdad, o de que sucedieran del modo como nos lo devuelve un presente continuo y a la vez mutante. Esa línea cada vez más fina e imperceptible que separa lo vivido y lo soñado, lo experimentado y lo querido, lo terroso y lo etéreo.

En este estado de ánimo, las plataformas digitales de contenidos acogen recreaciones entre la ficción y el documento, que constituyen un imán irresistible. Acontecimientos históricos de los que somos contemporáneos y testigos mediatizados por la información de la época, que dejaron en la memoria imágenes y sensaciones a veces vívidas pero desestructuradas, nos son ofrecidos ahora de nuevo, revisados, recompuestos, tejidos con alguna forma de racionalidad que no tenían cuando ocurrieron, y que a pesar de ello conservan intacto su misterio, el carácter arcano de su significado.

Uno de estos sucesos, que no pudo no conmocionarnos, fue el secuestro y asesinato de Aldo Moro, representado ahora en Exterior noche, una serie televisiva de seis episodios firmada por el veterano Marco Bellocchio, que ya se había ocupado de este asunto veinte años atrás en una película anterior: Buenos día, noche (2003).

La segunda mitad del siglo XX no fue escasa en magnicidios: John F. Kennedy,  Luis Carrero Blanco, Olof Palme, Anuar el Sadat, Indira Gandhi, Isaac Rabin. Todos estos crímenes arrastran una perplejidad irresoluble: qué significaron para el país y el mundo, qué cambios trajeron o cómo condicionaron la historia posterior. ¿Cuántas veces no nos habremos hecho los españoles estas preguntas a propósito del asesinato de Carrero Blanco? El suceso no puede despejarse como si fuera anecdótico pero, al mismo tiempo, se resiste a darnos sus claves íntimas y la magnitud de su onda expansiva en el contexto en que se produce. Este laberinto sin salida se revela especialmente en el asesinato de Aldo Moro, donde todos los actores de la tragedia permanecieron perdidos en la oscuridad del laberinto después de que el destino del héroe/víctima se hubiera consumado.

La serie de Bellocchio dedica cada capítulo a uno de estos agentes intervinientes en la trama: el propio Moro, sus correligionarios y amigos de la Democracia Cristiana, el Papa, los terroristas y la esposa, Eleonora Mora. Todos están encerrados en su universo mental y afectivo, girando como planetas sin vida alrededor del agujero negro del secuestro. Fuera de estas burbujas en las que se guarecen los protagonistas bulle un país atenazado por la sorpresa y la incertidumbre, con miles de policías en las calles, agitado por una estrepitosa actividad mediática, recorrido por diversas iniciativas políticas y, en el fondo, paralizado a la espera de un final que todos parecían dar por descontado.

La década de los años setenta del pasado siglo fue un periodo de crisis. En occidente había terminado el desarrollo sostenido que siguió a la inmediata postguerra y la férrea situación de la guerra fría aparecía agitada por problemas y agentes políticos de nuevo cuño. Conflictos nuevos o larvados eclosionaban aquí y allá. Para ilustrarlo con dos ejemplos muy notorios pero muy alejados geográficamente, el golpe de estado de Pinochet en Chile y la crisis del petróleo azuzada por los productores de Oriente Medio se produjeron simultáneamente el mismo año: 1973.  Europa seguía siendo el escenario principal del enfrentamiento entre los imperios guardianes del mundo –Estados Unidos y la Unión Soviética- pero el subcontinente estaba agitado por los vientos procedentes de la explosión sesentayochista. Una generación joven intentaba abatir el sistema, en último extremo mediante tácticas de guerrilla urbana. El terrorismo fue la indeseada novedad de la época.

Italia estaba en el centro de esta geografía del conflicto. Gobernada desde el final de la guerra mundial, tres décadas atrás, por la Democracia Cristiana, un partido de matriz católica, apoyado por Estados Unidos y compuesto por un aglomerado de intereses y facciones que penetraba en todos los resquicios de la sociedad y convivía con una corrupción crónica, empezó a sentir bajo sus pies el temblor del suelo en que había medrado. El Partido Comunista Italiano, el más desarrollado y evolucionado de Europa, estaba condenado por razones geopolíticas a no salir de la oposición e inició una estrategia de acercamiento a la Democracia Cristiana con el doble fin de alcanzar consensos nacionales sobre reformas estructurales del sistema político y económico del país y de convertirse un día en partido de gobierno si las urnas así lo querían. La estrategia del compromesso storico fue impulsada y conducida por el líder comunista Enrico Berlinguer y Aldo Moro aceptó el desafío de llevar hacia ese terreno a su mastodóntico partido. El primer paso de esta ruta sería el apoyo comunista a un gobierno democristiano cuyos componentes estuvieran pactados por ambos partidos. Esta operación estratégica habría de dar su primer fruto el 16 de marzo de 1978. Ese día, minutos antes de las nueve, Aldo Moro, a la sazón presidente de la Democracia Cristiana, salió de su casa para dirigirse al Congreso donde Giulio Andreotti habría de presentar su nuevo gobierno, el primero apoyado por los comunistas, cuando se vio rodeado por un comando de encapuchados que descargaron sus armas,  asesinaron en pocos segundos a los cinco miembros de su escolta y se lo llevaron secuestrado. 

El compromiso histórico inquietaba por igual a Washington y a Moscú. El primero no quería  comunistas en el gobierno de un país de su área de influencia. El segundo rechazaba cualquier veleidad liberal y democrática (lo que luego se llamó eurocomunismo) en partidos de su galaxia ideológica después de lo ocurrido en la primavera de Praga de1968. En ese contexto aparecen las Brigadas Rojas, un grupo surgido en 1970 y que formaba parte de la constelación de grupos ultraizquierdistas de la época, unos armados y otros no, pero todos radicalizados no solo contra el poder instituido sino también contra el reformismo de la oposición constitucional. La teoría y la militancia de estos grupos, formados por jóvenes de clase media, universitarios y bienestantes, surgió de la agitación estudiantil y su objetivo era servir de vanguardia a una hipotética revolución protagonizada por la clase obrera, con la que no tenían ninguna conexión real. La actividad guerrillera estaba conceptuada como propaganda armada y se centraba en golpes fáciles de ejecutar pero de gran resonancia mediática, que condujeran a una toma de conciencia de la sociedad y a que los poderes públicos adoptaran las medidas de cambio que los activistas exigían en sus comunicados. En el comportamiento de estos grupos se daba una delirante mezcla de ensoñaciones de alta política y desprecio por la vida de sus víctimas, generalmente agentes de la policía y funcionarios públicos. Es un misterio cómo tantos jóvenes con recursos disponibles para entender el funcionamiento del mundo en que vivían pudieron embarcarse con tan rudimentario bagaje en una empresa colosal cual es el sometimiento de un estado a sus ocurrencias privadas. Pero ese fue el modus operandi del terrorismo europeo de aquella época y de las Brigadas Rojas en el secuestro de Aldo Moro.

El rostro de Aldo Moro expresaba un cansancio antiguo, un hastío profundo, sugiere el escritor Leonardo Sciascia (El caso Moro, ed. Tusquets, 2010). Esta expresión facial permanece inalterable en las  imágenes que publicaron de él sus secuestradores. Originario de la región meridional de Apulia, en el tacón de la bota italiana, fue -seguimos a Sciascia- un político lúcido, atento, calculador, aparentemente flexible pero en realidad inflexible, paciente y con visión de las fuerzas, o sea, las debilidades que mueven la vida italiana. Católico acendrado, tenía el secreto de asimilar lo nuevo a lo viejo, de poner todo instrumento nuevo al servicio de reglas antiguas, tenía sobre todo un conocimiento negativo de la naturaleza humana, y esto era un motivo de aflicción y un arma, que usaba con dolor pero que usaba. Esta figura reservada, hermética, de convicciones silentes y discurso curvilíneo, que dispensaba en un tono de voz muy bajo, casi íntimo, le otorgó autoridad dentro y fuera de su partido. Pier Paolo Pasolini lo calificó el menos implicado de todos, se entiende que en la podredumbre en que estaba enfangado su partido, a pesar de que su último discurso estuvo dedicado a una llamada a la unidad del partido para defender a su correligionario Luigi Gui, acusado en el llamado escándalo Lockheed de haber recibido sobornos de esta compañía de aviación siendo ministro de Defensa. La recreación televisiva de Bellocchio recoge este discurso y retrata muy bien a Moro, interpretado por Fabrizio Gifuni, y su característica oratoria.

En su cautiverio Aldo Moro se derrumbó. No se encontraron indicios de que hubiera sido forzado o torturado de alguna forma, física o química, Al contrario, todo indica que sus captores le trataron con la deferencia que puede esperarse en las condiciones de seguridad y clandestinidad que dictaba la situación. Pero Moro, el hombre que había construido su existencia en el oficio de convencer a otros hombres, el político que creía representar a Italia a través de los intereses de su opaco y omnipresente partido, el partícipe de una pequeña célula de personajes que gobernaban el país desde hace tres décadas, se encontró solo y desnudo, como un actor que descubre que a su alrededor han desmontado el escenario, han desaparecido sus compañeros de reparto, no oye las indicaciones del apuntador (que en este caso sería el Papa: solvente como siempre, Toni Servillo en el papel de Pablo VI) y el público se ha volatilizado de la platea. Él, que tanto había negociado sobre la vida de los demás, era ahora el objeto de negociación. El héroe devenido rehén. Sus captores le permitieron comunicarse con el exterior y en total debió escribir más de cincuenta cartas a compañeros de la cúpula democristiana y a su familia. Algunas de estas cartas se hicieron públicas –los brigadistas decidían sobre su publicidad en función de sus intereses políticos- y otras no, pero en todo caso su transmisión al exterior conllevaba un riesgo cierto para los clandestinos que se ocupaban del correo. Un riesgo del que salieron indemnes porque la policía nunca les interceptó.

Tras el secuestro, las calles fueron de inmediato ocupadas por una colosal operación policial de trece mil agentes que extendieron por todo el país setenta y dos mil puestos de control callejero en los que verificaron la identidad de más de seis millones y medio de personas y se detuvieron a más de un centenar, un tercio de las cuales ingresó en prisión preventiva, pero sin ningún fruto, lo que resultaba tanto más extraño si se tiene en cuenta que los brigadistas tenían simpatizantes públicos y notorios y no encontraban mayor dificultad para que las cartas de Moro y sus propios comunicados llegaran a sus destinatarios. El despliegue policial parecía más dirigido a ser una exhibición de fuerza ante la opinión pública que un operativo para descubrir el paradero del secuestrado. El periodo que duró el secuestro estuvo jalonado de errores, descuidos y negligencias en la investigación. Francesco Cossiga, ahijado político de Moro y destinatario personal de alguna de sus cartas en cautiverio, era el titular del ministerio de Interior y en consecuencia responsable de la investigación policial. En la recreación de Marco Bellocchio está interpretado por Fausto Russo Alesi, que compone un personaje estupefacto e impotente, que vaga como una sombra por el escenario solipsista de los despachos y pasillos del ministerio para asomarse a la gran sala de escuchas telefónicas que ha montado la policía y de la que no se extrae ni un solo dato válido.

Aldo Moro, prisionero en una vivienda de Roma, en el corazón de una sociedad que seguía en sus rutinas y empezaba a desentenderse de su suerte, escribía y escribía cartas en las que imploraba a sus compañeros de partido y miembros del gobierno que negociasen su rescate mientras dedicaba mensajes de afecto y esperanza en las cartas a su familia. La necesidad que la familia tenía de él era el argumento principal de su súplica, no tanto porque sus hijos adultos le necesitasen materialmente sino porque probablemente nunca dejó de ver su papel, privado y público, como el de un padre de familia. La Democracia Cristiana era una máquina electoral dirigida por un grupo de amigos que gobernaban sus propias familias biológicas y políticas, y todas juntas formaban Italia, o la idea que tenían de Italia, marcada por un característico paternalismo católico, que Moro encarnaba. En la recreación televisiva, el personaje Moro conduce a su dócil familia (Margherita Buy interpeta a la esposa fiel y doliente) a una excursión funeraria para que vean el panteón familiar que ha encargado y está en construcción y donde espera ser enterrado con todos los suyos, incluso hace cálculos de cuántos entre los vivos que le acompañan tendrá acogida en él.

La razón de estado, la firmeza del estado, fue el argumento compartido por el gobierno y casi toda la clase política -excepto los socialistas de Bettino  Craxi- para negarse a una negociación con los secuestradores. La Democracia Cristiana necesitó reforzar esta firmeza para contrarrestar los sentimientos humanitarios que se hacían oír en la sociedad y recurrió al artilugio de descalificar las peticiones del prisionero como producto de la presión de sus carceleros. En cierto momento, distribuyen un manifiesto de los llamados amigos de Moro en el que se afirma que el prisionero que firma las cartas no es el hombre que conocemos. El mensaje de los amigos era claro: cierra el pico y aguanta hasta que te saquemos de ahí, si podemos. Porque ciertamente, el gobierno temía que Moro, en esa situación, contase a sus carceleros algo cuya publicidad podía perjudicar a todos. La convicción de que los amigos, no solo se negaban a considerar sus argumentos sino que le despojaban en aquel trance extremo de la integridad y sensatez que habían sido los rasgos de su autoridad moral y política, amargó a Moro y le hizo comprender que le empujaban a aceptar su destino, es decir, la muerte. Pero él no quería morir. En una carta dirigida a Benigno Zaccagnini, secretario del partido, le recuerda con acidez que no quiso ser presidente del partido y era Zaccagnini y no Moro el que debía estar en aquel agujero. El  Vaticano, a su turno, reconoció la fragilidad de la situación y reunió una notable cantidad de dinero (mil millones de liras) para pagar un rescate que los secuestradores no habían pedido.

 La Brigadas Rojas siguieron durante este periodo el guión de la propaganda armada. Anunciaron un juicio popular a su prisionero por los crímenes cometidos por el estado de las multinacionales, mientras otros comandos continuaban, pistola en mano, atentando contra personas que consideraban representantes de ese estado maléfico, a  empresarios, profesores y dirigentes políticos se les disparaba en las piernas; a los funcionarios de prisiones y policías,  a matar. En los 55 días que duró el secuestro, once personas fueron tiroteadas en diversas localidades, y tres resultaron muertas. En cierto momento de esta mascarada sangrienta, los carceleros de Moro le condenan a muerte pero de seguido proponen canjear al rehén por la  liberación de trece prisioneros comunistas. En nombre de las viudas y huérfanos de las víctimas de los terroristas, Giulio Andreotti, presidente del gobierno, rechaza cualquier negociación. El tiempo se acaba y el reloj se acelera. Aldo Moro multiplica su férvida actividad epistolar, no sólo hacia sus amigos del partido sino también a otros representantes de las instituciones de la República. El Papa y el secretario de la ONU piden clemencia a los brigadistas. La familia de Moro se dirige a la Democracia Cristiana para que asuma con valor sus responsabilidades, el típico lenguaje bizantino en el que todo el mundo entiende qué se quiere decir aunque sea imposible deducirlo de la literalidad de las palabras. Las Brigadas Rojas se sienten en la cima del mundo, como el psicópata que interpreta James Cagney en Al rojo vivo, y emiten un comunicado canallesco: concluimos la batalla que iniciamos el  16 de marzo ejecutando la sentencia a la que Aldo Moro ha sido condenado. Es el 5 de mayo; el día 9, los terroristas informan detalladamente dónde han dejado el cadáver, en el maletero de un Renault 4 aparcado en un punto del callejero romano equidistante entre la piazza del Gesù y via Botteghe Oscure, donde se ubican las sedes de la Democracia Cristiana y del Partido Comunista, respectivamente.

Aldo Moro está muerto. Algo ha cambiado, pero a la manera gramsciana, en la que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. La familia se siente ultrajada y emite un comunicado en el que pide a las autoridades que respeten la voluntad de Moro y no haya manifestaciones ni discursos de luto público, ni funerales de estado, y celebra las exequias privadas en Torrita Tiberina, la localidad donde Moro construía el panteón familiar y donde fue enterrado. La familia ejemplar -simiente y fin del estado democristiano- se aparta del estado y del partido. Pero el estado y la iglesia no iban a dejarse apartar del fulgor del momento y  celebraron un funeral en San Juan de Letrán, que presidió el Papa y ofició el cardenal Politti, en el que Moro había confiado para que el Vaticano apoyase la negociación con los terroristas que le habría salvado la vida.

El compromesso storico duró exactamente 55 días, los que estuvo Aldo Moro prisionero de las Brigadas Rojas. En la tarde del día de su secuestro se invistió el primer gobierno democristiano con apoyo de los comunistas pero los acontecimientos que siguieron lo debilitaron y los galápagos democristianos convocaron elecciones anticipadas apenas unos meses después. La Democracia Cristiana repitió los resultados pero el Partido Comunista perdió cuatro puntos por lo que su colaboración en el gobierno ya no era necesaria y regresó a la oposición en un contexto en el que tendría aún menos oportunidades históricas para hacer valer su presencia. La situación siguió, pues, como siempre. La Democracia Cristiana fue el centro del poder político de Italia hasta que desapareció en 1994, consumida por la corrupción en la que había medrado desde 1948. El Partido Comunista aún duró menos; la fecha de su disolución es 1991 al unísono con el desplome del bloque soviético.

Francesco Cossiga es un personaje destacado del coro estupefacto, manipulador e impotente que fue el gobierno de Italia durante el secuestro de Moro. Al frente del ministerio del interior, Cossiga fue el responsable del fracaso policial que no pudo salvar a su padrino político y amigo. Tampoco se mostró comprensivo con sus súplicas para que se negociara con los terroristas. En la historia de Marco Bellocchio es una figura fantasmal de la que Moro dice que es bipolar, superficial y propenso a oscilaciones de ánimo, entre la euforia a la depresión. Con este perfil y su ejecutoria en el cargo, cualquiera diría que su carrera política estaba acabada pero eso es entender poco cómo funcionaba el poder democristiano. Dimitió, desde luego, a raíz del sangriento final de Moro pero para ser elevado a presidente del gobierno al año siguiente, cargo del que tuvo que dimitir un año después por ciertos escándalos de corrupción y que le mantuvo en la sombra tres años hasta que reapareció para ser presidente del Senado y dos años después, presidente de la República, cargo del que tuvo que dimitir nuevamente por corrupción, hasta que abandonó su partido un año antes de que este se disolviera, para crear otro en fecha tan tardía como 1998. En esa época zascandileó en nuestro país a invitación del presidente de los nacionalistas vascos, Xabier Arzalluz, otro jesuita, curiosamente para intervenir en una hipotética negociación con la banda terrorista ETA, que nunca tuvo lugar.

La vida activa de las Brigadas Rojas fue también larga, si es que puede decirse que ha terminado. De aquel magma de rebelión asesina surgieron hijuelos con nombres parecidos e idéntica vesania, que cometieron atentados hasta bien entrado este siglo, si bien el asesinato de Moro significó lo que wikipedia llama una retirada estratégica porque el atentado fue criticado por gentes de respeto en la izquierda radical y el estado tomó medidas policiales y políticas destinadas a dejar a estos grupos  sin aire en el entorno universitario del que habían surgido. A raíz del atentado, se produjo una disociación, tal fue el nombre que recibió la actitud de algunos activistas que se apartaron de la organización, como se apunta en la serie de televisión, y en enero de 1983, un tribunal romano aplicó a 63 acusados 32 cadenas perpetuas y un total de 316 años de prisión en un juicio que se llamó el de la disociación por el  papel que jugó esta actitud  en la instrucción del caso y en las sentencias.

¿Y bien? El relato de estos hechos no nos ilumina sobre su significado, como el monolito de la película 2001, Odisea en el espacio. Podemos describir sus aspectos materiales y apreciar sus cualidades formales pero no descifrar su significado. Es un significante vacío. Lo más intrigante de este episodio es que todos los que en él participaron permanecen encerrados en su papel. La obra de Bellocchio muestra esta radical incomunicación entre los actores del drama, que se mueven como autómatas. ¿Podría  haber sido más eficiente la policía?, ¿podrían haberse celebrado negociaciones entre el gobierno y los secuestradores?, ¿podría haber tenido un papel más decisivo el Papa?, ¿podrían haber liberado al rehén los terroristas? Los actores no fueron en ningún momento dueños de sus actos, lo que no quiere decir que no fueran responsables, pero ¿ante qué tribunal? Todas estas preguntas sobre el desarrollo del argumento no hallan respuesta y esta oscuridad abre paso a las explicaciones conspirativas, que tampoco en este caso faltaron. Pero no es necesario creer que hubo fuerzas ocultas ni que los actores erraron en sus papeles. La historia real avanza como una tragedia en la que no se puede detener ni torcer el rumbo del destino. El final de una tragedia es siempre la muerte. Aldo Moro muere y desaparece de la realidad, lo que quiera que eso sea, y quienes le han rodeado vuelven a sus rutinas, quizá un poco magullados y doloridos en su interior, pero intactos. Ninguno vio afectada su vida por la catástrofe en la que habían participado. La Democracia Cristiana siguió gobernando, las Brigadas Rojas siguieron matando, la familia siguió sin su padre fallecido y el Papa siguió celebrando misa y exhortando a los fieles a ser buenos. Es una normalidad alucinatoria en la que, curiosamente, la muerte representa el único consuelo.