El célebre berrido del desaforado Cody, que interpreta James Cagney en Al rojo vivo (1949), mientras está en lo alto de un edificio en llamas bien podría haberse escuchado hoy  de boca de alguno de los honorables jueces del tribunal constitucional español, que han tenido en su mano suspender una votación en el parlamento a demanda de un grupo político. El pepé no quiere perder una votación y se encomienda al constitucional para que la frene.  El alto tribunal acepta la encomienda pero pospone la resolución a una sesión que se celebrará el próximo lunes, cuando la votación en el parlamento haya tenido lugar porque la sesión parlamentaria se celebra mientras se escriben estas líneas.

Bien mirado, es una táctica usual en el tribunal constitucional, que no solo tiene la última palabra sobre lo que legisla el parlamento y ejecuta el gobierno sino también sobre el tempo de dictar la sentencia,  y hay asuntos que duermen meses y años a la espera de resolución. La prisa se activa si conviene a los intereses de la mayoría del tribunal y en esta ocasión un adarme de sensatez, o de terror pánico ante las consecuencias (nadie quiere acabar como James Cagney en la película), ha impulsado al presidente del tribunal a aplazar la decisión hasta el lunes próximo. De no haber adoptado esta cautela, que deflacta la cautelarísima reclamada por el pepé, hubiera sido la primera vez que un poder ajeno al parlamento impide el funcionamiento ordinario de la institución que representa a la soberanía nacional. Algo muy feo y de connotaciones siniestras. 

En la actualidad, cuatro de los doce miembros del tribunal constitucional están en la poltrona con el mandato caducado, merced a una sostenida e inconstitucional estrategia de la derecha, secundada por los jueces afines en el consejo del poder judicial. El gobierno se propone resolver esta anomalía mediante una rebaja de la mayoría necesaria para suplir las vacantes y es esta reforma legal la que la derecha quiere vetar, coincidente con la estrategia de negarse a pactar la renovación del poder judicial porque perdería la mayoría que ahora tiene en él. De modo que el tribunal constitucional está llamado a decidir sobre una cuestión en la que es parte. Una cuestión  muy abstrusa en el procedimiento pero cuyos resultados son diáfanos y obvios.

El aplazamiento al lunes no quiere decir que lo que apruebe hoy el congreso quede fuera del escrutinio del tribunal constitucional. Al contrario, cuando pase los trámites del congreso y senado, la ley estará bajo la privilegiada lupa de este tribunal y muy bien puede decretarla inconstitucional, lo que una vez más tendrá consecuencias imprevisibles. Recuérdese a dónde nos ha llevado la sentencia que declaraba parcialmente inconstitucional el estatuto de autonomía de Cataluña de 2006, aprobado por el parlament catalán, las cortes españolas y un referéndum, todos los sacramentos del ordenamiento democrático y constitucional vigente, al punto de que modificaciones estatutarias de parecido tenor, aprobadas después en otras comunidades, siguen vivas sin pasar por el cedazo de este tribunal.

¿Para qué sirve el tribunal constitucional? He aquí una pregunta interesante. Quizás se entendiera mejor su función si, a demanda de ciudadanos privados y organizaciones civiles que pueden considerarse lesionadas por tal o cual ley promulgada por el parlamento, resolviera sobre la constitucionalidad de esta. Al menos así defendería derechos concretos sin terciar en debates políticos. Pero su función principal es al servicio de las estrategias de los partidos, singularmente de la derecha, que endosan a este órgano las leyes que no cuentan con su beneplácito o han sido aprobadas con su voto en contra, por lo que opera como tercera cámara legislativa sin apelación posible y hoy ha estado en un tris de irrumpir en el funcionamiento democrático del parlamento.