La fascinación que ejerce la derecha es tan intensa que el gobierno conservador del Reino Unido está presidido por una antigua laborista de extrema izquierda y el ministro de economía es hijo de una pareja de inmigrantes de Ghana y ha escrito algunas duras diatribas contra el colonialismo británico. Ambos al alimón han implementado a la brava el único mandato reconocible del programa de la derecha, bajar los impuestos a los ricos, y han estado en un ay de hundir la economía nacional. Los británicos andan como pollo sin cabeza desde que abandonaron la unioneuropea y una de las pruebas de su despiste es que han dejado la llave del tesoro en manos de dos conversos sin pedigrí, que, como tales, necesitan demostrar que son la repera de ultraderechistas.

El brexit es el paradigma de la crisis de la derecha clásica y se ha revelado como una trituradora de primeros ministros de esta banda del parlamento. Si se fijan bien, la sucesión de gobiernos define un patrón que va del conservador clásico que cede a la demagogia pregonada por la extrema derecha (Cameron), obligado a dejar el testigo a la esforzada dama empeñada en evitar el desastre inminente (May), la cual, impotente, abre paso a un chiflado encantado de surfear en cualquier charco (Johnson), que, agotado por el esfuerzo y el gin tonic, entrega el mando a otra dama (Truss) sin más crédito que una autoestima de hierro, dispuesta a apretar el botón nuclear.

Pero ¿cómo podía imaginar la ex izquierdista Miss Truss que rebajar los impuestos a los ricos, con lo que les gusta, iba a estimular la inflación rampante y la consiguiente subida de intereses, devaluación de salarios y aumento del coste de las hipotecas y demás operaciones de préstamo bancario? La derecha lleva colgado del cuello un escapulario de oro grabado con la campana de Laffer, que es la versión de la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, en la que, como sabemos, el mendigo se alimenta de las migajas que caen de la mesa del banquete del rico. Al tal Laffer le pareció que esta parábola evangélica tenía una interpretación econométrica  y teorizó sobre una servilleta de papel que la rebaja de impuestos a los ricos hace que gasten más y una lluvia de migajas cae así sobre los pobres en forma de puestos de trabajo, mejora del consumo y, en consecuencia, aumento del ingreso fiscal. Lo que distingue al desacreditado Laffer de su antecedente San Lucas es que, para que el invento funcione, hay que creer en la vida eterna.

El conservadurismo clásico ha muerto por la sencilla razón de que ha perdido la habilidad que lo justificaba históricamente: conservar e incrementar la riqueza, aunque estuviera desigual e injustamente repartida. Desde la crisis financiera de 2008, los bancos son frágiles y el gran dinero, volátil, al albur de entidades de ámbito planetario que nadie controla: fondos de inversión, grandes distribuidoras, especuladores en mercados de futuros, sumnistradores de gas, miríadas de operadores que toman decisiones todos los días al margen, y a menudo contra, los gobiernos y las sociedades. Se acabó el tiempo en que se miraba el índice de bolsa o la prima de riesgo para predecir la meteorología económica de un país. En esta deriva, la derecha ha dejado de ser productiva y se ha vuelto extractiva. No puede generar riqueza, así que intenta que no le quiten la que ya tiene acumulada, de la que el impuesto de patrimonio es el talismán.

Tras el revolcón británico, en España estamos a lo de siempre: la expresión que quiere ser seria y resulta alelada de don Feijóo, al que da vértigo saltar del alvéolo conservador del que procede –escuela de don Mariano Rajoy- a la piscina donde chapotea doña Ayuso, alegre y desenvuelta como una sirena.