Parleta de media tarde con el amigo Conget, ambos arrecogíos de la canícula zaragozona bajo el ventilador del café Levante y enfrascados en una ensalada temática en la que aparece la transición, que para Conget fue un fraude franquista (como escribió en esta bitácora); Julie Christie, de la que dice que al natural es bajita, lo cual es imposible porque tenía el tamaño de nuestros sueños, y por último, el mismísimo San Anselmo predicando en latín. Entretanto, el zumbido del móvil trae un mensaje: Javier Marías ha muerto. Las dos jóvenes que sorben una horchata en el velador de al lado deben pensar que en un tiempo muy remoto los alienígenas colonizaron la tierra y los dos vejetes, que aún se expresan sobre sus antojos con voz clara y firme convicción, si bien interrumpida por el frecuente olvido de algún nombre, son un vestigio de aquellos colonizadores antediluvianos.

De vuelta a su cubil, en la cabeza del escribidor resuenan fragmentos de la conversación y teclea en el buscador Julie Christie, como quien busca la dirección de una remota novia platónica con la que podría revivir alguna emoción de juventud. Darling (1965) fue la multipremiada película que la entronizó como un icono de la época. En ella, es una modelo banal y desnortada que termina casándose con un príncipe italiano interpretado por José Luis de Vilallonga, un tipo ya olvidado cuya peripecia existencial ilustra mejor que mil razonamientos lo que fue la santa transición.

El tal Vilallonga fue un vástago de la clase aristocrática catalana, cerradamente franquista, un joven ocioso al que su padre enroló en el requeté con la orden expresa de que fuera adscrito a los pelotones dedicados a fusilar republicanos en la retaguardia, y, por lo que cuenta él mismo, debió cumplir la misión sin perder el aire mundano y displicente que se espera de los de su condición. Esta apariencia de artista invitado en todas las fiestas de su clase y alcurnia, le llevó en los sesenta a participar como actor en diversas producciones de cine internacional, siempre en el mismo papel de soso aristócrata latino. A mediados de los setenta, cuando agonizaba el dictador, ingresó en la política en un rol extravagante pero que, si se piensa bien, cuadraba al espíritu de la época y al carácter del personaje, como portavoz de la llamada junta democrática, promovida por Santiago Carrillo y dominada por los comunistas. Para los jóvenes lectores de esta bitácora, si hay alguno, aclaremos que la oposición democrática se presentó severamente desunida para la ocasión, tanto como lo están ahora los indepes catalanes, digamos. Pues bien, Vilallonga representaba a los más extremistas.

Este papel le dio vitola para que siguiera su carrera de actor cinematográfico en uno o dos episodios de La escopeta nacional que filmó Luis García Berlanga, donde interpretaba al aristócrata, devenido demócrata, que se compraba la ropa en unos almacenes baratos pero seguía empeñado en gorronear de los privilegios de su clase. La berlanguiana escopeta nacional y sus secuelas fueron la versión bufa y celtibérica de Il Gattopardo. Resuelta la pejiguera del golpe de estado de Tejero, el famoso 23F, y afianzada la real democracia, Vilallonga, en su rol de aristócrata-demócrata, se sumó a la alegre pandilla de la fiesta mallorquina que presidía el rey don Juan Carlos, donde se incubaron las hazañas e industrias que han convertido al emérito en un proscrito impedido para asistir a las exequias de la tía Lilibeth. En aquellos días, el diletante escribió un obsequioso libro de conversaciones con el monarca amigo que hoy puede leerse con la misma credibilidad que leemos la leyenda del rey Arturo. Vilallonga fue un lagarto de escamas tornasoladas en el pedregoso y reseco paisaje ibérico donde la transición fue una erupción solo importante porque estábamos ahí. Caray, cuando cesa este tropel de ocurrencias, el escribidor se siente hastiado y  ha perdido interés por Julie Christie.