Dos detalles de circunstancias llamaron la atención del mirón en la visita del ministro don Bolaños al papa de Roma. La entrega de unos plátanos, que bien podrían ser del excedente de un supermercado, como obsequio al pontífice tenía un evidente cariz evangélico, de obra de misericordia, pero el argentino Bergoglio miraba al donante y a los plátanos con una expresión diríase que de coña. El segundo detalle era la estudiada informalidad del peinado del ministro de cuya masa capilar brotaban tímidamente pequeñas crestas, como mechones rebeldes. (Este comentario lo hace un calvo, lo que se informa al lector a los efectos de que lo pondere al emitir su juicio).

El look de ministro don Bolaños está en la onda de la nueva masculinidad que desfila por la alfombra roja: cabellos moldeados y ornamentados con rizos, ondulaciones, quiquis  y crestas como un sotobosque donde antes el dictado de la moda imponía un prado bien segado. Por edad estoy seguro de que si su madre hubiera acompañado al ministro en la visita vaticana le habría dicho en el antedespacho: chico, pásate el peine, no seas descuidao, que pareces un loco para ver al papa. La hipotética mamá que hemos inventado en este párrafo para apuntalar nuestros argumentos no hubiera entendido lo que significa el buen rollo en la acción diplomática, un arma a la que es invulnerable Putin, otro calvo resentido e intratable.

Hubo un tiempo, no tan lejano, en que la pilosidad masculina –la femenina iba por otros derroteros- marcaba un insalvable abismo entre la autoridad y la rebelión. Arriba, cabellos cortos y férreamente peinados, con muy pocas variantes que no podrían llamarse fantasías, más allá de la raya a un lado o un apunte de flequillo; abajo, melenas desmadradas e indómitas, destinadas a la tijera en cuanto su portador celebrara el ritual de paso a la clase media. Los últimos mohicanos de aquellas revoluciones, los punkies británicos con sus ostentosas crestas multicolores, quedaron en los noventa estampados en las postales turísticas londinenses para dar brillo al horizonte de la Inglaterra de Thatcher.

También aquel tiempo pasó y a la derecha que gestiona ahora la herencia ya agotada de Thatcher le parece de buen tono soltarse el pelo. Empezó Trump y le ha seguido Boris Johnson, que vieron que hacerse pasar por chiflados con crestas de color amarillo y naranja daba votos. Esta apariencia hipnótica y circense a la vez te garantiza que la atención de la audiencia quede atrapada y el recuerdo de lo visto sea imborrable. Un icono, como dicen los cursis. Luego no importa lo que hagas, ya sea asaltar el capitolio, celebrar un fiestorro en la residencia oficial durante el confinamiento de la pandemia o romper unilateralmente el acuerdo del brexit. Dicen los que saben que esto último trae causa de lo anterior, y que Boris ha emprendido en Irlanda una guerra de aduanas y tarifas con la unioneuropea para que el público olvide sus copichuelas durante la pandemia, del mismo modo que se olvida el penúltimo chiste del clown mientras se escucha el último.

Todo sea que el gobierno español, al que le mortifica no sin razón su incapacidad para informar de su acción política, haya decidido empezar por los pelos para hacerse ver.