A las escuelas españolas ha llegado la guerra de Ucrania tamizada por una didáctica de buenos sentimientos, pacifismo, elogio a los martirizados ucranianos y temor infantil. Los niños, naturalmente, están preocupados por los niños, es decir, por sí mismos. Si tiran una bomba en Ucrania, ¿puede llegar a España?, pregunta una niña nada más llegar a clase tras haber desayunado en casa con la noticia de un bombardeo ruso. ¿Cómo van los niños al cole?, pregunta otro, y ¿cómo salen a la calle a jugar? Y el más meditativo,  ¿por qué no hablan para solucionar el problema? Y el espantado: ¿Putin llegará a España?

A estos escolares quizá les consuele saber que otro niño como ellos pasó por la misma experiencia sesenta y seis años atrás, en 1956, año de la invasión soviética de Hungría. La escuela Ave María, hoy colegio público Patxi Larráinzar, de esta remota ciudad subpirenaica, era un edificio de una sola planta adosado al muro de la parroquia de El Salvador y contenía media docena de aulas de educación primaria en las que recibían clases el niño de esta historia y sus vecinos del barrio de la Rochapea. En la pared trasera del aula colgaba un gran mapa mural de España, de aquellos que parecían hechos de hule, con las divisorias provinciales, los ríos y las cordilleras, y el niño escrutaba afanosamente los nombres estampados en el mapa buscando Hungría. Ahí no encontrarás Hungría, le dijo al niño la maestra doña Milagros Úriz, a la vez que le tomaba suavemente del hombro para hacerle regresar a su pupitre. Doña Milagros, o Milagritos, como la llamaban en casa porque era amiga de la prima Mariángeles, era una chica muy guapa y buena que luego tomaría los hábitos y desembarcaría en misiones entre los indios guaraníes del Paraguay.

Hungría no estaba en aquel mapa, pero estaba en todos los demás soportes documentales disponibles, periódicos, radio, conversaciones familiares, homilías clericales, tertulias de ociosos, en fin, como ahora Ucrania, pero sin tele ni redes sociales. Hungría llegó al cine y ahí sí que no podías hacerte el despistado. Rapsodia de sangre era una película estremecedora, en el recuerdo de aquel niño, y la principal aportación de España a la resistencia húngara.

Protagonizada por el galán Vicente Parra, que más tarde sería Alfonso XII (en este país siempre estamos dando vueltas en el mismo tiovivo), la actriz checa Lida Baarova, que fue amante de Goebbels en una vida anterior, y el tenor aragonés Miguel Fleta, falangista de los que llevaron a hombros a Miguel de Unanumo al cementerio, Rapsodia de sangre contaba una historia de músicos, amoríos y metralletas en la que lo único memorable era la maldad neta y perenne de los tanques rusos. España produjo en aquella época algunos thrillers políticos, anticomunistas, tenebristas, que erizaban los pelos del tierno infante y precoz aficionado al cine: Murió hace quince años, con Francisco Rabal, o Los ases buscan la paz, que protagonizaba el futbolista Ladislao Kubala, húngaro huido de allende del telondeacero.

Josef Stalin invade Polonia (1939); Nikita Kruschev invade Hungría (1956); Leónidas Brezhnev invade Checoslovaquia (1968); Vladimir Putin invade Ucrania (2022). Diríase que la razón de la existencia de Rusia es inyectar en occidente, periódicamente, una dosis masiva de autoestima, que, lejos de acelerar su predicada decadencia, le lleva a reafirmarse en lo bien que está y lo estupenda que es la vida en esta parte del planeta. Para que los niños que van a la escuela interioricen esta idea en el futuro es necesario, sin embargo, que pasen, como un sarampión precoz, el espanto que provocan los tanques rusos en un lugar que no se encuentra en el mapa pero que quedará grabado para los restos en su memoria.