La primavera nos revela el estado de la nación. Donde antes veíamos y apreciábamos los campos reverdecidos y los árboles cuajados de florescencias renovadas ahora vemos oportunidades de negocio. El aire impregnado del acariciante aroma de la lavanda y el azahar se ha visto higiénicamente limpio por la máxima latina pecunia non olet. En este país de comisionistas, en el que el rey emérito es con todo mérito el cofrade mayor, la naturaleza provee de efectivo a quienes están en condiciones de detectar donde puede encontrarse. Es el jardín del edén de lo que ahora se llaman elites extractivas y siempre han sido hordas de cazadores recolectores. En estos días hemos aprendido que hay abundante pasta sobrante en parcelas tan variadas como las mascarillas profilácticas, en los balones de fútbol e incluso, si se mira bien, entre las apolilladas páginas de la literatura del siglo de oro.

Para empezar por esto último y anunciarlo brevemente, los voxianos se han estrenado en el poder ejecutivo poniendo al frente de la cartera de cultura a un catedrático de literatura, que ha resultado un conspicuo trincón. La biografía de don Gonzalo Santonja responde a la placidez del régimen de 78. Un tipo que empieza su vida pública teniéndoselas tiesas con la dictadura de Franco y termina en un partido político que añora aquella dictadura, en la línea del cantamañanas mayor reino, don Sánchez-Dragó. En el camino, don Santonja se ha hecho una reputación y un patrimonio. En el momento de los hechos, su condición de catedrático de universidad le vetaba la posibilidad de cobrar otro sueldo como director de una fundación, también pública, dedicada a la misma tarea que debía ocuparle en la cátedra, así que se las apañó para que la misma universidad que le impedía cobrar otro sueldo le pagara un sustancioso gaje por asesorar, en nombre de la universidad, a la fundación que presidía. Es la clase de chanchullo –todo legal, oiga– que parece diseñado por el guionista de El sueño eterno pero que en este patio de Monipodio se pergeña en un plisplás.

En el mundo del balón, estos enjuagues son más previsibles porque el fútbol profesional es el único arcoíris en cuya raíz hay un caldero con monedas de oro, y ahí estaban don Piqué,  defensa central del Barça, y don Rubiales, presidente de la federación de fútbol, excavando afanosamente al unísono para llevarse una buena tajada de la rocambolesca empresa de llevar un campeonato de fútbol a Arabia Saudí. Todo legal, también.

Este asunto ha alterado más al establecimiento mediático porque la plebe cree que el fútbol, a diferencia de la política o la universidad, es patrimonio del común y la ciudadanía lo necesita como faro moral además de como espectáculo de entretenimiento. Causa risa decirlo, pero es así. En consecuencia, don Piqué y don Rubiales gozan de un plus de presunción de inocencia y se pasean por todos los noticiarios y programas de televisión para dar la versión de su negocio, coloreado por un intercambio de mensajes entrambos compadres, que darían vergüenza si no produjeran antes un invencible cansancio. Lo que llaman la astenia primaveral.