Esta urbanización ajardinada y confiada que llamamos Europa está a merced del  butanero. Hasta hace cuatro días, este empleado  ataviado con un mono de color naranja y con la botella de gas sobre el hombro era parte de la placidez del paisaje. Una pincelada en la acuarela de nuestra  existencia feliz y una pieza del engranaje de nuestro bienestar, cuya factura pagamos religiosamente. Y de repente, por causas que en el vecindario no entendemos, los proveedores del gas están a la greña y el precio del combustible se ha disparado hasta el punto de poner en riesgo, no solo la recuperación económica, que ya se da por amortizada, sino la supervivencia misma del sistema político (las huelgas del transporte, tuteladas por la extrema derecha, y el desabastecimiento consiguiente de los mercados, recuerdan ominosamente el precedente de la caída de Salvador Allende en Chile, 1973).

En oriente, Rusia machaca a Ucrania y Alemania se ve obligada a un drástico cambio de su ostpolitik y a una reformulación completa de su política energética, y en occidente, Marruecos y Argelia, los dos zancos en los que se apoya el equilibrio exterior de España, deciden reactivar su crónica guerra latente con el efecto de que uno de los gaseoductos que suministran a Europa a través de la península ibérica queda cortado y obliga a pensar en complejas e inéditas operaciones logísticas para subsanar el déficit. En esas estamos.

Los petroestados que nos proveen de energía, a levante y a poniente, tienen características comunes. Son países de gran extensión territorial, poder centralizado y propensión al autoritarismo. Las rentas que extraen del subsuelo, prácticamente en régimen de  monocultivo, les eximen de los azares de la competencia en el interior y de su derivada política, la democracia, de modo que tienen un comportamiento estanco en el que las cosas no evolucionan sino que estallan. Rusia ha tardado tres décadas en salir del armario y mostrar al mundo que lo que le mola es el despotismo, y el conflicto del Sáhara occidental, que ha registrado un brusco giro estos días, lleva casi cincuenta años en cocción sin que en ese plazo se hayan movido ni un milímetro las posiciones de los contendientes. Y ahora, de repente, estalla todo. Hablemos del Sáhara.

A la típica manera sanchista, confiado en la baraka, un paso adelante y sin consultar con nadie, el presidente del gobierno ofrece al rey de Marruecos el apoyo a una solución al conflicto del Sáhara basada en un régimen de autonomía del territorio en el marco de la soberanía que el reino alauí ya ejerce de facto bajo la protección y el acuerdo de Estados Unidos, Francia y últimamente Alemania, y la inoperancia absoluta de las nacionesunidas. La fórmula de don Sánchez no es nueva, la explicitó don Zapatero y no la enmendó don Rajoy, porque probablemente es la única fórmula posible para que todos, menos los saharauis, salven la cara en un conflicto eterno. Otra cosa es qué puede significar la autonomía en un régimen absolutista como el marroquí y en un pueblo de estructura tribal y fuertemente militarizado (un vestigio de los frentes de liberación nacional de la guerra fría) como el saharaui. Lo más probable es que la fórmula permanezca en el aire e inoperativa durante un largo periodo de tiempo; algo indica que el statu quo actual satisface a todas las partes (menos a los saharauis, que pierden en todo caso) a falta de capacidad para cambiarlo.

España ha vuelto a traicionar a los saharauis, se ha oído y leído apenas conocida la iniciativa de don Sánchez. Los traidores lo son a menudo porque no pueden ser otra cosa. Cuando Hassan II invadió el Sáhara con la marchaverde, apoyado por Estados Unidos y la cia, España estaba en una situación mezcla de extrema debilidad y extrema esperanza y nadie quería ni hubiera entendido que se mandara al ejército, entonces de recluta obligatoria, para disparar sobre civiles marroquíes, tanto más cuanto que el frentepolisario también estaba enfrentado a España. Esta impotencia política se palió en las décadas siguientes con una larga y sostenida descarga de ayuda humanitaria y efusión solidaria con los saharauis desplazados por la ocupación marroquí, sin que ninguna potencia sobre el terreno hiciera nada por modificar el escenario. El último episodio de humanitarismo con los saharauis fue la acogida del jefe polisario Brahim Gali, una acción aún bajo lupa judicial, que le costó el puesto a la ministra española de asuntos exteriores y permitió al rey de Marruecos ensayar otra marchaverde sobre Ceuta. El calificativo de potencia colonial con que se alude a España en este conflicto es, como poco, exagerado porque no es ni potencia ni colonial desde hace al menos medio siglo.

Ahora está por ver cómo le saldrá a don Sánchez la jugada, aunque cuesta creer que haya tomado la iniciativa sin consultar a sus socios europeos y a Estados Unidos; incluso es posible que haya sido sugerencia de este último.  De momento, el gobierno de don Sánchez está en la casilla de salida. Los dos estados directamente concernidos por el conflicto han retirado a sus embajadores de Madrid. Marruecos porque se cree afrentado por Argelia (*) y Argelia porque se ve desfavorecida por Marruecos. Y todo lo hace don Sánchez por nuestro bien, para que allá abajo abran la espita del butano y cierren la de la inmigración irregular.

(*) La actualidad discurre más rápidamente que las palabras que intentan relatarla. No había terminado de redactar esta entrada cuando leo que la embajadora de Marruecos, Karima Benyaich, ha vuelto a Madrid. En el aeropuerto ha debido encontrarse con su homólogo argelino, Said Moussi, que se iba a su país. Unos van y otros vienen.