Un rasgo compartido de los autócratas rusos es la impenetrabilidad de su semblante. Hasta donde alcanza la memoria documental de los líderes de Rusia, vemos cabezas macizas, ojos penetrantes e inexpresivos, y labios firmes de los que se ha ausentado la sonrisa, como bustos de arte primitivo y a la vez inquietantemente genuino. Stalin es el paradigma de esta imagen pero los mismos rasgos se encuentran en sus sucesores, Brezhnev,  Andropov y Chernienko, cuya hermética falta de expresividad venía acompañada de un aire de fatiga, de quien soporta sobre sus frágiles hombros el peso inconmensurable de la madre patria.

Las excepciones a esta galería de rostros inexpugnables fueron tres personajes que, curiosamente, cada uno a su modo, quisieron cambiar a Rusia y, de paso, alterar el orden del mundo. Kruschev era un campesino sanguíneo y gesticulante, enfadado porque occidente no le tomaba en serio; Gorbachov fue lo más parecido que ha tenido Rusia a un líder occidental pero ni los occidentales ni los rusos querían a un tipo así y todas las palmaditas en la espalda que recibió en el apogeo de su carrera no le libraron de ser defenestrado por los suyos y, a la postre, olvidado por todos. El desbarajuste lo heredó Yeltsin, el tercer reformador, un apparatchik dipsómano de semblante hedonista, ojillos achispados y sonrisa perpetua, que tiró por la ventana lo que quedaba del imperio ruso o soviético, si se prefiere.

Putin es hijo político de Yeltsin y, como ya nos advirtió Freud, lo primero que hizo fue matar al padre para yacer con la madre, la Rusia inmortal. Putin, a pesar de su relativa juventud y de que vive en el mundo de tuiter, ha heredado la visión desasosegada y el semblante pétreo de sus abuelos y bisabuelos, que saca de quicio a los políticos occidentales, obligados por los hábitos de la democracia liberal a sonreír sin ton ni son y a hacer eventuales payasadas en público, como esas carreritas que practica Biden para parecer joven. Las payasadas ya las hacía el exuberante Yeltsin, con el resultado sabido. Putin parece haber comprendido que, cada vez que Rusia imita a occidente, hace un chiste que no le ríe nadie y pierde energía y territorio.

La iconografía putinesca, en consecuencia, es heredera del realismo socialista y lo muestra en poses de atlética beligerancia, como piloto de avión de guerra, cabalgando un oso, encaramado a una moto del gran cilindrada, en el bosque armado con un fusil de mira telescópica, de pesca exhibiendo un salmón gigante que pende del anzuelo, y, siempre que puede, sin camisa para que se vea la musculada potencia de sus pectorales y brazos. Es la versión instagram de las colosales figuras de soldados, obreros y campesinos de los monumentos que representan la triunfante defensa del suelo patrio. Esta querencia del dirigente ruso por mostrar sus carnes ha dado lugar en occidente a interpretaciones psicoanalíticas y chanzas sexuales pero olvidamos que el psicoterapeuta oficial de Rusia no es Freud sino Pavlov, el del reflejo condicionado a un estímulo. Durante la segunda guerra mundial, que los rusos llaman gran guerra patria, los perros de Pavlov llevaban sobre el lomo una mina explosiva cuya espoleta se activaba al contacto con el blindaje del tanque enemigo bajo el cual habían sido adiestrados para encontrar comida. Ahora, los estrategas occidentales están enfrascados en descifrar qué hay detrás del rostro impenetrable de Putin y qué estímulo puede llevarle a buscar su objetivo en un tanque o, ya puestos, en un misil.