Rusia no es solo un país de magnitudes descomunales en términos de extensión y capacidad militar. La debilidad económica, que ahora se agita en occidente como un déficit ruso, por lo demás cierto, cuenta  poco si se contempla en el otro plato de la balanza la resiliencia probada de la población. Rusia es en términos materiales un estado colosal pero también un poderoso imán simbólico del que los europeos difícilmente conseguimos emanciparnos. Durante todo el siglo pasado, emitió sobre el imaginario occidental una luz contradictoria que lo convertía, simultáneamente, en el centro del mal y en la patria donde germinaba el futuro luminoso de humanidad. Estos estereotipos eran falsos, claro está, pero operaban en los conflictos domésticos de los países occidentales con la eficacia de un fantasma en la penumbra. En España, Rusia sirvió como macguffin para justificar una guerra civil y cuarenta años de dictadura.

En el marco bipolar de la guerra fría -que, entre otros efectos, sirvió para mantener a pleno rendimiento el complejo industrial-militar norteamericano sin el cual no tendríamos internet- Rusia o la URSS, su acrónimo de entonces, participó en las guerras regionales que menudearon en el planeta y que tenían que ver con la emancipación de los países colonizados, entonces conocidos como el tercer mundo, pero, al contrario que su némesis USA, lo hizo de manera indirecta, cautelosa y elusiva, nada comparable, por ejemplo, con la participación norteamericana en Corea, Vietnam o Iraq. Y cuando Rusia quiso imitar ese modelo de intervención directa con sus propias fuerzas y bajo su bandera, en Cuba y en Afganistán, salió trasquilada. Rusia es un paquidermo asustado que da miedo porque ni ella ni sus cazadores conocen los límites de su territorio y de su fuerza.

Ahora vuelve el fantasma ruso y los occidentales regresamos al viejo juego de descifrar su sombra. El mundo ha cambiado en las últimas tres décadas y estamos de acuerdo en que los parámetros de la guerra fría no sirven, pero la verdad es que no tenemos otros. En España, el escenario creado por la crisis de Ucrania encierra la promesa de una estabilidad interna que buena falta nos hace. Los partidos del régimen del 78 recuperan la centralidad y los emergentes regresan a la precariedad y la incertidumbre. Don Sánchez y el pesoe enfatizan su atlantismo, que es parte del patrimonio del partido desde Indalecio Prieto, por más que provoque la risa tonta entre los tuiteros, y don Casado y el pepé se dan una tregua en su enloquecida deriva opositora, en cuanto ha aparecido un adversario que también está en su adeene. Los dos grandes partidos, aliados frente al oso ruso.

A su turno, voxianos y podemitas descubren sus harapos. Los primeros, fascinados por el cerrado nacionalismo de don Putin, creyeron que era un modelo contra la deriva internacionalista de la globalización y contra el separatismo de los catalanes en casa, y mira por dónde, resulta que están en el lado equivocado. Don Iglesias y los podemitas han rescatado el no a la guerra, pero se equivocan de tiempo y de adversario. Aquella exitosa consigna tenía un punto de desdén porque no se podía creer que un tiranuelo árabe (como los primos del rey emérito, para entendernos) tuviera esa entelequia de las armas de destrucción masiva, pero con Rusia y sus presuntas amenazas la consigna no vale. La crisis económica y social provocada por la globalización neoliberal ha provocado tal desbarauste que cualquier tiempo pasado nos parece mejor, así que volvemos al muro de Berlín  (no es extraño que Alemania sea uno de los países reticentes ante la deriva de la crisis) y la cuestión es dónde levantarlo más al este. Quizá en Kiev.