Los héroes postmodernos, como los antiguos, surgen de la niebla del deseo y están llamados a derrotar al dragón. La fábula es una extrema simplificación de la ansiedad que preside nuestras vidas. Un personaje límpido  y rutilante frente a una bestia oscura y proterva. Djokovic contra Australia. Un campeón de tenis con su raqueta y su camiseta lacoste -¿podemos imaginar un ser más higiénico e inocente?- frente a un estado armado con las marrullerías de legiones de policías, jueces, aduaneros, periodistas y políticos. Durante unos días emocionantes, todas las miradas del planeta han estado imantadas en la batalla. Al final, ha ganado del dragón, el Leviatán, como lo llamó Hobbes, el invento humano para evitar que nos devoremos unos a otros (en este caso, mediante un virus interpuesto). El resultado era previsible, aunque el procedimiento ha dado ocasión a dudarlo en algún momento, y nos recuerda que la era de producción de mitos terminó como muy tarde hace más de mil años.

Djokovic es un paladín de esta época. Un muchacho de origen ignoto, excepcionalmente dotado para la ociosa habilidad de golpear una pelota sobre una red, por mor de lo cual es elevado a una suerte de olimpo donde casi cualquier antojo puede interpretarse como expresión de un destino divino. Si leemos los mitos antiguos, advertimos que los dioses, héroes y genios que los tejen están solos en el escenario. No hay rastro de humanidad en los palacios, bosques y playas que habitan. La conducta parece humana pero los hechos tienen lugar en una atmósfera donde no rige la ley de la gravedad. Los djokovics viven en ese microclima mítico excepto en el lapso en que diputan en la cancha contra otro ser mitológico. Para ellos, lo único real es el juego. Desde esta altura, Australia es apenas el nombre de una abstracción, y el héroe emprende viaje para conquistarla con la misma desenvuelta seguridad con que Zeus se empeñó en raptar a Europa, a la que vio como una vaca, igual que Australia es un rectángulo de tierra rojiza de 23,76 por 8,23 metros coronada por una copa de plata muy lustrosa y repujada.

Los mitos los crea el espíritu del tiempo, y en este se ha impuesto la idea de que el estado nacional es un armatoste anticuado y disfuncional cuyo destino es ser destruido. A este afán están dedicadas las fuerzas económicas y políticas más poderosas del planeta, de las que son heraldos los djokovics y, para decirlo todo, los equipos españoles que juegan la supercopa de fútbol de su país en Arabia Saudí. El afán destructivo del estado es tan vivo en occidente que los votantes de las democracias liberales más antiguas del mundo –Estados Unidos y Reino Unido- han elevado a la jefatura del estado a sendos payasos irresponsables y siniestros como Trump y Boris Johnson, respectivamente, con las consecuencias sabidas. Todo indica que, por ahora, Australia es un estado lo bastante seguro de sí mismo como para discernir la liviana importancia de un campeonato de tenis en relación con la salud pública acosada por una pandemia. Pero no se confíen, habrá más asaltos, raqueta y talonario en mano.