Si el PSOE deja de hablar de reformas y el PP exhibe sus divisiones internas, queda Weimar. Meritxell Batet frente a Weimar, citando a Joan Margarit y Almudena Grandes. Eso fue ayer la celebración del 6 de diciembre.

Este párrafo cerraba hace tres días la columna periodística de Enric Juliana en la que el autor comentaba el estado del país en el día de la constitución. De todas las referencias contenidas en estas líneas la más extraña e intrigante es Weimar. La presidenta del congreso, que ofreció el discurso oficial del acto conmemorativo, frente a Weimar, dice el articulista. ¿Qué es Weimar? ¿Un marca de perfume para regalar en navidad? ¿Un nuevo videojuego para reyes? ¿Una errata de imprenta? Weimar es una palabra que se lee en ocasiones en el periodismo político patrio.  Para aproximar la respuesta empecemos como lo haría un guía turístico: Weimar es una pequeña y coqueta ciudad de sesenta y cinco mil habitantes en el estado alemán de Turingia, densamente aureolada por un pasado de arte y cultura, pues en ella crearon parte de sus obras, Cranach el Viejo, Bach y Liszt, y donde Nietzsche quiso morir. Pero sobre todo es la ciudad de Goethe, donde se conserva su casa y el poeta está inmortalizado en una estatua de aire romántico que comparte la peana del bracete con su amigo Schiller. Weimar es, pues, un tarrito de las esencias de la cultura alemana y europea por extensión.

En 1918, tras la derrota en la primera guerra mundial, Alemania promulgó en esa ciudad la constitución de una república democrática para sustituir al derrocado reich y se abrió un periodo caracterizado por una indomable crisis económica y gran agitación social y política, que terminó en 1931 con el ascenso de los nazis al poder. Esta es la Weimar que evocan nuestros comentaristas políticos por su presunta, e inquietante, analogía con la situación española actual. ¿Tan similares son la Alemania de 1918 y la España de 2021? En realidad, el verdadero trasunto español de la república de Weimar fue la segunda república, entre 1931 y 1939. Pero, ciertamente, no le faltan a la situación actual rasgos que hacen pertinente la metáfora de Weimar: venimos de una crisis económica y social aún irresuelta con altas tasas de inflación y desempleo o empleo precario y mal pagado; el malestar social tiene muchas caras y está muy activo; la monarquía está cuestionada; el debate político se ha polarizado y los partidos parecen impotentes para estabilizar el sistema o para reformarlo, y empieza a acumularse mucha fuerza en la extrema derecha por la abdicación de la derecha tradicional.

La parábola de Weimar tiene un final  que también encuentra eco en la situación española actual. A un tiro de piedra de la ciudad, los nazis instalaron el campo de concentración de Buchenwald, donde unas treinta y cinco mil personas fueron asesinadas. Cuando los soldados norteamericanos liberaron el campo, quedaron horrorizados. El general Eisenhower, jefe de la fuerza aliada, visitó el lugar y ordenó que lo fotografiaran y filmaran para que en el futuro nadie pudiera decir que era una invención de los vencedores, y ordenó también el traslado de los civiles de Weimar para que vieran lo que el régimen que habían apoyado había hecho en la misma linde de la ciudad y ante lo que decían no saber nada. Es seguro que hay un hilo de acero que conecta esta visita forzada de los civiles alemanes a Buchenwald y la resolución de frau Merkel de impedir cualquier acuerdo de gobierno con la extrema derecha.  Aquí estamos en otro registro histórico. Las instituciones públicas, y singularmente las gobernadas por el partido homólogo al de frau Merkel,  aún creen que la exhumación de los asesinados en las cunetas por los golpistas que provocaron la guerra civil es un asunto privado cuando no una invención de la izquierda para reabrir heridas. La consecuencia es que la ultraderecha lo tiene más fácil aquí y hace que Weimar sea una parábola adecuada a este tiempo.