Día de la constitución. Probablemente, la fiesta más insignificante  del año en un país en el que calendario festivo se viene desprendiendo de cualquier significado simbólico que tuviera para concentrar la atención en su mero disfrute. Si es verano, a la playa; si invierno, a la pista de esquí  o a donde sea. Este día, como en años anteriores, la ciudadanía y los servicios públicos del estado están ocupados en el puente festivo y sus pejigueras derivadas del tránsito y del transporte, agravadas por una meteorología atroz, quizá congruente con eso que llaman cambio climático, que es la constitución ecológica a escala planetaria, que todos dicen que hay que reformar pero sobre lo que nadie hace nada al respecto. Precaución, pues, en la carretera. En cuanto a la constitución del 78, el santo del día, lo mismo, ¿hay que reformarla? Los viejos tenemos un hábito avaro y cada vez que abrimos el armario en busca de una prenda apropiada a la estación nos asaltan dos sentimientos contradictorios: está gastada, me viene estrecha, le faltan dos botones, pero todavía sirve, ya la sustituiremos el año que viene.

La actual clase política es joven pero está condicionada por los tabúes de sus ancestros. Nadie, o casi nadie, se atreve a mentar lo que todos están pensando, que tal vez haya que meter la piqueta en la casa solariega. Así, la reunión ritual de este día en el congreso de los diputados se celebra en un ambiente elusivo y equívoco (este año les ha hecho un favor la covid para aligerar el protocolo). Los jóvenes políticos aprovechan el micrófono del día para afirmarse a sí mismos y pedir el voto, pero sin énfasis, como de pasada, como si no fuera eso lo importante. Este deslizamiento hacia lo banal es una medida de autoprotección. Los jóvenes políticos, como los ciudadanos de viaje vacacional, no quieren pisar una placa de hielo que les lleve a la cuneta. La perspectiva del tiempo empuja al pesimismo. La sociedad es más ancha, abierta y compleja que la de hace cuarenta y tres años pero los políticos que la dirigen parecen más pequeñitos, más anecdóticos, más prescindibles, incluso, ay, más oportunistas. Y además está tuiter.

Cualquier intento de reforma constitucional debe prever que, en el ámbito doméstico, hay quienes creen que la constitución del 78 es excesiva y habría que recortarla en muchos aspectos y quienes la creen insuficiente, y a ojo de buen cubero podría decirse que la sociedad se divide por mitad entre los dos bloques. Esto, en un contexto de cambio de valores y de lenguaje de extraordinaria magnitud y complejidad. No deja de ser casi un chiste que el único ítem de reforma que se ha comentado este año sea la desaparición del término disminuido en el artículo 49. Si no hay consenso para borrar una palabra inocua en un artículo cargado de buena voluntad y difícilmente discutible, imagínense para abordar cualquier cambio en la monarquía o la constitución territorial del país.

Y aún hay otro factor del que se habla poco al referirnos a la aprobación de la actual constitución hace cuarenta y tres años. Entonces, Europa era una realidad compacta y pujante, que apoyó sin reservas nuestra transición democrática y era objetivamente una promesa de estabilidad y bienestar; hoy es una entidad en crisis, semiparalizada y confusa ante los retos de este siglo de la que difícilmente podemos esperar algún impulso o incentivo si bien tampoco podemos eludir nuestra integración en ella. ¿Se podría revertir la reforma del artículo 135, del año 2011, por la que dejamos de ser ciudadanos soberanos para convertirnos en deudores de poco fiar ante los poderes financieros? En fin, no les mareo más. Hasta el próximo día de la constitución, que aquí más parece el día de la marmota.