Una vieja decrépita en silla de ruedas clama que ha sido expulsada de su vivienda por una joven marroquí que la ha ocupado. La indignación social se arremolina en telediarios, diarios digitales y redes sociales. Un joven gay denuncia que ocho encapuchados le han asaltado y grabado en la nalga con una navaja la palabra maricón. El géiser de la ira popular lanza una vaharada de vapor hirviente. En ambos casos, casi simultáneos en el tiempo, los hechos denunciados son falsos. La okupa marroquí estaba realquilada y la vieja no vivía en el piso, y las vejaciones sufridas por el joven fueron consentidas. Bulos, mentiras o fakes, como los llamamos ahora estúpidamente, son los detritos de la comunicación social y han existido siempre, tanto más contumaces y eficientes en periodos de incertidumbre y cambio como los que estamos viviendo. Los creadores de trolas parasitan este clima de ansiedad colectiva a fin de sacar algún provecho de él. En el caso de la vieja falsamente desahuciada, trataba de enmascarar una ilegalidad de la que era responsable ella y su familia; el joven falsamente agredido necesitaba quizá darle un chute a su narcisismo.

La eficacia, momentánea, de los troleros radica en que se ajustan a las pautas del sistema. Las dos mentiras mencionadas se nos presentan encapsuladas para el consumo inmediato de un público receptivo y encajan en los miedos radicales de la sociedad española. Para los conservadores, el miedo se concentra en la pérdida del patrimonio encarnado en la vivienda, un símbolo de estatus y de conquista social. Los okupas son los salteadores de este derecho, que ha dado lugar a un próspero negocio de seguridad, y si por ende son extranjeros, miel sobre hojuelas para completar el relato, en el que no cabe la noción de vivienda como necesidad social y en consecuencia excluye los desahucios legales y los alquileres asfixiantes como el que, por cierto, sufría la joven marroquí acusada de okupa por la vieja de la silla de ruedas.

La farsa del infeliz joven falsamente ultrajado también se enmarca en un miedo real. Las agresiones homófobas, en el amenazador contexto de un recorte o regresión de los derechos civiles de las minorías preconizado por fuerzas de la derecha cuyo peso parlamentario no es desdeñable, le debieron parecer una circunstancia pintiparada para su chanza, con tan buena suerte que, además de hacerse daño a sí mismo lo hizo a quienes están con él y le defienden. El pícaro  es el guión de la sociedad española, el canario perdido en la oscuridad de una galería de carbón. Seguramente, al chico de Malasaña le asombraría saber que no es la primera vez que las nalgas se utilizan para parecer lo que no es. Quevedo, que también era un reaccionario, ya daba noticia de quienes se pintaban esta parte del cuerpo de carmesí para simular calzas que la pobreza les vetaba. Pero, al contrario que en la literatura picaresca, estas noticias de actualidad no provocan sonrisa alguna ni deparan ninguna enseñanza excepto acaso la confirmación de que vivimos en un país irreparable.