Que le quiten el tapón, que le quiten el tapón, al botellón, al botellón (bis).

Suena ridículo, pero en esas estamos. La letrilla que precede a este comentario es una murga que se berreaba antes de la llegada de la televisión cuando tras la siega del cereal venían los días de vino y vacas bravas.  Quién, entonces, se habría atrevido profetizar que el mensaje estaría de moda setenta u ochenta años después en el lenguaje de los jóvenes usuarios de móviles, tabletas y demás artefactos cibernéticos. El destino ha condenado a los progres, que ya estamos de retirada, a asistir a una nueva era adánica, que intenta afirmarse amorrada al botellón.

No deberíamos quejarnos porque ¿acaso no fue la nuestra la generación que entronizó a la juventud como modelo de vida? Y no nos ha ido mal. La maduración del carácter era veloz hasta los veintitantos y luego se estancaba para los restos dejando en el ánimo un poso de rebeldía adolescente que viene con nosotros hasta la sepultura. De esta circunstancia brota esa estúpida jaculatoria que oímos en la plaga estival de los botellones: ¡no hay que criminalizar a los jóvenes!, claman sus avejentados valedores. Hay en este gimoteo mucha confusión. El progre estándar se revelaba contra una construcción social, ya fuera la familia patriarcal, el capitalismo o las diversas formas de autoritarismo político. Pero la negación del virus y del valor de las vacunas es una osadía frente a la que resulta muy difícil oponer una respuesta extraída del bagaje argumental que maneja un progre.

El negacionismo se ha convertido en un motor ideológico potentísimo, el viento en las velas de la pujante extrema derecha, que, entre otros éxitos políticos, ayudó a ganar las elecciones a doña Ayuso en Madrid. Y de nada vale predicar que los negacionistas son una peligrosa horda de imbéciles malintencionados. Es el último fruto filosófico del fin de la historia, decretado a principios de los noventa. Entonces, el desplome del socialismo real indicó que la razón histórica no funcionaba y las élites occidentales comprendieron que había llegado el momento de desabrocharse la bragueta.

En la corrala nacional es fácil seguir el hilo de esta argumentación. El gran pope, un tal don Aznar, proclama en una reunión de bodegueros su derecho a conducir borracho por la autopista; más tarde, uno de sus secuaces, un tal don Rodríguez, pone en práctica ese derecho de nuevo cuño y al volante de su vehículo embiste a otros debidamente aparcados; por último, don Rodríguez asesora a la candidata Ayuso y esta gana las elecciones desafiando las restricciones por la pandemia e invitando a la covid19 a brindar con una cervecita entre amigos en la terraza del bar. El negacionismo se tiñe de libertarismo y deja de ser una pose incivil para convertirse en, cómo decirlo, un proyecto político.

En esas estamos los del botellón, donde el divertimento ya no consiste en el encuentro amistoso y alcohólico sino en el desafío a las leyes, el desprecio por la salud pública y el enfrentamiento con la policía. El fenómeno es particularmente intrigante, e ilustrativo, en esta parte del golfo de Vizcaya donde hace veinte años los hermanos mayores de los actuales botelloneros hacían lo mismo pero para alcanzar dizque una república independiente y socialista.  El despojamiento de todo sentido histórico es un rasgo de la rebelión del botellón. Es el tiempo de los líderes presentistas, gesticulantes, tuiteros  y vacuos: los Trump, Ayuso y demás parentela. Nuevo milenio, nuevo milenarismo.