Los dos atentados con bomba en el aeropuerto de Kabul, previstos e incluso anunciados, han amargado aún más las últimas horas de la coalición occidental en Afganistán y han espoleado, por si fuera necesario hacerlo, la voluntad de salir de aquel país a escape. En esta circunstancia, la amenaza de míster Biden a los autores suena penosamente a impotencia y fracaso. Veinte años de guerra para dar caza al mayor, por ahora, terrorista de este siglo y hubo que hacerlo, no en el escenario bélico previsto sino en el vecino Pakistán y con la ayuda tácita de este país, aliado de unos y de otros, que no en vano es una potencia nuclear.

Lo que se infiere de los atentados de Kabul es algo mucho más inquietante que lo que expresa la rabieta de míster Biden. Es el posible reinicio de la guerra civil. De momento, los talibanes no han ganado todavía su guerra contra los cruzados y ya tienen dos adversarios brotados de la misma cepa, bien armados y resueltos sobre el terreno: los herederos de los tribales señores de la guerra y la franquicia afgana del llamado estado islámico que campa en Oriente Medio y considera moderados, es decir, traidores a la fe, a los talibanes.

Ese es el tablero y ya se sabe que una guerra civil en Afganistán ejerce en las grandes potencias un irresistible atractivo por enfangarse en la melé. La pregunta es, ¿cuánta sensatez son capaces de acumular y gestionar estas potencias antes de verse irresistiblemente atraídas por el vértigo afgano? Cuando se diluya la sobrecargada sentimentalidad que estos días acompaña a la evacuación de Kabul y tengamos la cabeza más fría habrá que remover mucha materia gris en los gobernantes occidentales para dar una respuesta a la pregunta.

Afganistán es un eslabón ni más ni menos enrevesado que otros de la cadena geográfica e histórica de la que forma parte. El islam rige la vida de mil setecientos millones de seres humanos, un veinticuatro por ciento de la población mundial, que habitan una franja del planeta desde el Sáhara occidental a Timor oriental en Indonesia. Este mundo posee una cultura inasible en nuestro marco cognitivo, escasamente receptiva a nuestras iniciativas y muy celosa de sí misma. Veamos algunos datos.

Estos días circula por las redes sociales un registro audiovisual de 1958 en el que el  primer presidente de Egipto Gamal Abdel Nasser se burla en una reunión con sus partidarios de la petición del movimiento de los hermanos musulmanes (el precedente político y pacífico del beligerante islamismo actual) para que impusiera el velo islámico sobre las cabezas de las egipcias que acababan de ganar la libertad de costumbres en la nueva república. Hoy Egipto es una dictadura militar erigida con el beneplácito occidental para frenar a los hermanos musulmanes y lo que representan. Idéntica suerte corrió Argelia, principal proveedor de gas de España, que en los noventa necesitó una década de guerra civil  con casi doscientos mil muertos para echar del gobierno a los islamistas que lo habían ganado en las elecciones. Irán nació a la modernidad con un gobierno progresista, presidido por Mohammad Mosaddeq, derrocado por las democracias liberales y sustituido por un déspota porque se atrevió a tocar los intereses petroleros de las compañías occidentales; ahora, el país es una teocracia dirigida por clérigos, y muy estable, por cierto. Y por último, Turquía, el país musulmán que con mayor profundidad y resolución intentó la creación de un estado laico y occidentalizado y cuyo gobierno ha vuelto a la ley islámica sin pegar un tiro (es un decir, alguno ha habido) bajo la batuta de Recep Tayyip Erdoğan, al que hemos subcontratado las labores de policía migratoria de la unioneuropea.

Estos apuntes deberían invitar al realismo. Afganistán ha demostrado que no se puede matar moscas a cañonazos ni invadir un país para capturar a unos fanáticos con una bomba debajo del brazo, ni tampoco cambiar una estructura social empobrecida y mineralizada a base de untar con dinero fresco a los corruptos locales. En busca de un camino correcto, las democracias occidentales deberían inspirarse en lo que hicieron con España en el siglo pasado. Nos dejaron cocernos en nuestra propia salsa de la guerra civil –un conflicto que también gozó de mucho adobo sentimental- y cuando ganaron nuestros talibanes aceptaron el nuevo estatus y colaboraron con ellos hasta que culminó el proceso de maduración de cuarenta años y nos incorporamos al concierto de las democracias occidentales, tan ricamente. Paciencia, pues.