Historia y memoria II

El desmontaje (simbólico) del franquismo está adquiriendo el formato habitual en la oferta de las plataformas digitales de entretenimiento: la serie por episodios y temporadas. Después de la exhumación de Franco emitida en octubre de hace dos años, llega ahora la segunda temporada  en la que veremos el desalojo de la comunidad de los benedictinos que custodia el carácter sagrado de la tumba más obscena del país. A modo de avance y para dar morbo a la temporada que viene, los frailes ya han anunciado que resistirán a las fuerzas del mal que dirige, no hace falta recordarlo, don Sánchez, el tipo que, como don Manuel Azaña, digamos, nunca se imaginó que podría ser el malo en ninguna película. ¿Cómo resistirán los venerables benedictinos?, ¿se encadenarán a la cruz que corona la basílica?, ¿se sumergirán en el gigantesco osario para confundirse con los muertos?, ¿los sacarán de las orejas los antidisturbios?, ¿caerá la cruz sobre la cabeza del funcionario judicial encargado del desahucio? No adelantemos acontecimientos o, como dice ahora la juventud, no hagamos spoiler.

La basílica de Cuelgamuros tiene una densidad mítica, junguiana, y como tal está alojada en la sentina de nuestra conciencia, ese espacio pavoroso del cerebro humano que se resiste a cualquier intento de introspección y de racionalización. Volvamos al cine para entenderlo. En los primeros fotogramas de la película Judgment at Nuremberg, que en la España franquista se tituló ambiguamente ¿Vencedores o vencidos? (Stanley Kramer, 1961), se ofrece una panorámica de la tribuna desde la que Hitler arengaba a los suyos en los alardes del partido nazi, coronada por un águila de alas extendidas con la esvástica en las garras; después de unos segundos, una explosión pulveriza el águila y la esvástica. La fulminante escena, que fue un suceso real y puede verse en numerosos documentales, da inicio al relato de la película con un mensaje inequívoco y esperanzador: el fascismo ha sido destruido, los responsables son juzgados y empieza la libertad y la democracia.

Aquí nadie dinamitó la cruz de Cuelgamuros, y no solo porque el régimen de Franco consiguiera eludir los bombardeos aliados sino porque, al contrario que los monumentos fascistas que se levantaron en toda Europa dedicados a la victoria y en consecuencia a la vida de los vencedores, la basílica de Cuelgamuros está dedicada a la muerte. La mezcla de crueldad, megalomanía y creencia en la vida eterna, que caracterizaba al dictador, hizo de Cuelgamuros un monumento análogo a las pirámides y mastabas de los antiguos faraones y reyezuelos orientales que se hacían enterrar junto a los partidarios que les habían servido y los enemigos de los que habían extraído el poder y la gloria. Como las pirámides de Egipto, la basílica se excavó en la tierra, como si brotara de ella para elevarse hacia el cielo, no por medio de la abstracción de una figura geométrica sino a través del relato de una inevitable cruz, in hoc signo vinces. Y para completar el artificio, púsose el armatoste al cuidado de frailes ensimismados y narcisistas, y se ornamentaron sus liturgias  con los cánticos de una escolanía de ángeles. ¿Qué puede haber más parecido a la eternidad?

El armatoste de Cuelgamuros no es solo una formidable fábrica arquitectónica que permanecerá intacta sino también el depósito simbólico del país tal como es desde hace ochenta años. El recipiente del mito fundante, que no se puede destruir ni abolir, y cada medida legal y administrativa que el  gobierno emprende para llevar a cabo su  deconstrucciónresignificación, despierta las imágenes del relato originario: santos desalojados de su hornacina, momias de obispos y monjas místicas exhumadas de la cripta, frailes en cuerda de presos. Los franquistas subconscientes, que son legión y cuya presidencia honoraria ostenta ahora don Casado, están despavoridos. Vuelven los fantasmas de la historia,  los que precisamente se quisieron enterrar en el agujero de Cuelgamuros.    

La serialización de un relato supone cierta desconfianza hacia su desenlace, como si este no pudiera ser todo lo rotundo y definitivo que desearía el autor y los espectadores. Los culebrones ofrecen un presente continuo, en el que cada episodio se enrosca en incidencias menores y pegajosas, que impiden el avance de la historia y su deseado final. No, nunca veremos la voladura de la cruz de Cuelgamuros como hemos visto la del águila de Núremberg. Cada país tiene su karma.