Toda situación de cambio lleva aparejada la expectativa de una guerra. En este momento, por ende, la cronología ayuda a sentirlo así. Hace ahora setenta y seis años -tres cuartos de siglo, que parece más solemne- de la última guerra que asoló Europa, el continente madre de todas las guerras y de todas la revoluciones de la era moderna, lo que podría sugerir que es el momento de iniciar otra movida. Después de la segunda guerra mundial, la guerra no acabó, solo se enfrió, como indica el nombre que le dieron al estado de la cosa durante la segunda mitad del siglo pasado. El garante de este enfriamiento fue un mecanismo loco, la destrucción mutua asegurada, mad por sus siglas en inglés. Situarse al borde de la locura para evitar la muerte es un invento típicamente europeo. La gente, que había surgido de las ruinas de la última guerra, prefirió un clima destemplado y a menudo borrascoso a asarse a miles de grados en el horno de un holocausto nuclear. El artilugio funcionó y trajo un periodo de paz y prosperidad inédito en la historia moderna de esta parte del mundo. Pero todo tiene su fin, hasta las vacaciones bélicas.

El presidente don Sánchez ha suspendido precipitadamente una rueda de prensa en Lituania  por la amenaza real, dice la noticia, de un avión ruso. La amenaza se disipó en cuanto despegaron dos aviones españoles en oficio de policía del cielo báltico y don Sánchez pudo seguir con toda normalidad en los actos de la agenda del viaje. El suceso es tan novedoso, pulcro y autocomplaciente que bien pudiera leerse como propaganda dios sabe de qué. Pero no conviene descartarlo como si se tratara de una ficción porque las guerras europeas del pasado siglo se iniciaron por actos marginales, inopinados y azarosos. Fue un inexplicado cambio de ruta en el trayecto del coche oficial del archiduque Francisco Fernando en su visita a Sarajevo el que facilitó el atentado que dio inicio a la carnicería de las trincheras occidentales, a la revolución oriental y a la destrucción de los grandes imperios del centro y este de Europa. Apenas un cuarto de siglo después, un incidente provocado por el ejército alemán en la frontera polaca activó la segunda catástrofe que terminó con sendas bombas atómicas sobre dos ciudades japonesas. Así que el vuelo de un avión ruso sobre la apolínea cabeza del presidente español, como el vuelo de una mariposa en la teoría del caos, bien podría significar el inicio de la tercera vuelta del ciclo de escabechinas europeas.

En este mundo normalizado por economías musculadas y exportadoras, Rusia ha dejado de ser la potencia que fue pero es mala idea creer que puede ser deglutida por la globalización. Rusia y democracia parecen términos incompatibles. El país más extenso del planeta necesita un poder fuerte y centralizado, incluso tiránico, para conservarse unido, y una moral pública conservadora y reaccionaria para mantener cohesionada la sociedad. Este régimen es, en el mejor de los casos, muy fastidioso, si no opresivo, pero para sobrellevarlo está el alma rusa, ese tópico sin sentido en el que se enzarza cualquier intento occidental de entender el comportamiento de un país inabarcable, que tiene dos enemigos históricos: uno interno, las nacionalidades que lo habitan, y otro externo, los vecinos occidentales, de donde proceden las malas influencias cuando no directamente las invasiones militares. Y ambos riesgos dan síntomas de agitación en las lindes de la Madre Rusia: Ucrania, Países Bálticos, Bielorrusia  y otras repúblicas más remotas pero no menos inquietas. Cañonazos en el mar Negro, vuelos militares sobre el Báltico, ¿tenemos que empezar a preocuparnos?

Entretanto, don Sánchez ha exhibido una vez más su baraka. El avión ruso le ha consagrado como un adalid del mundo libre, que se decía antes. Iguala la marca si puedes, don Casado.